“Cuéntame
un cuento”, suspiró Beatriz a la torre, pero esta sólo gemía y
lloraba de invierno. Miró por la ventana sin temor a las alturas,
pero sólo encontró a un criado empujando un rebelde burro cargado
de leña por un fangoso camino. Se rió, ocultándose en una esquina,
dejando la escena en el borde de su visión a través de las rejas.
Vestía
varias capas de terciopelo y envolvía sus manos en piel de lobo. Su
habitación estaba recargada de tapices y libros dejados a su propia
comodidad, algunos sobre la enorme cama. Se tumbó sobre la alfombra,
como acostumbraba a hacer cuando necesitaba reflexionar, a contemplar
las humedades del techo. “Tal vez el burro este maldito. Tal vez
hable” pensó. “Su dueño lo mantiene en secreto porque es pobre
y lo necesita para sobrevivir”. Pero ya había contado eso mismo
demasiadas veces, al final ocurriría un milagro y el burro se
convertiría en un burro normal y el pobre sería aún más pobre e
iría al cielo. “No. No”, habló en voz alta. “Tiene que ser
algo nuevo y bonito. Quizás exista un cuento tan bello que…”
El
otro día había visto pasar el cortejo fúnebre de doña Catalina.
Se habían gastado una fortuna en plañideras. “Estaba un poco
gorda. Supongo que eso no influye demasiado”, dijo contemplando sus
muñecas y pensando en la delgadez de los pájaros. De niña estuvo
muy enferma. Recordaba ser feliz con su padre a su lado y Alfonso
contando historias de santos.
“Una
niña se pierde en el bosque y la Virgen llora y sus lágrimas se
vuelven flores y la niña las va recogiendo hasta regresar a su
hogar” empezó a pensar, pero, cuando no creía llevar mucho tiempo
haciéndolo, alguien trasteó en la cerradura. Beatriz se puso en pie
rápidamente tratando de ordenar sus lujosas ropas y poner una
sonrisa por mucho que le habían dicho que la afeaba.
–
¡Isabel! Me traes el desayuno. Tenemos un día gris.
–
Sí, señora.
–
Otra vez sopa. ¿Me peinarás?
–
Si os estáis quieta.
–
¿Qué tal tu hijos? El mayor está en el ejército real, ¿no?
–
Ya os lo he contado muchas veces.
–
Pues dime algo nuevo que haya pasado en el castillo.
–
Vuestro marido regresa de la corte. Dicen que es el favorito del rey.
–
Eso ya lo sabía. ¿Ha pasado algo en las cocinas? ¿Alguna aventura
amorosa?
–
No es bueno para vos que hablemos de estas cosas. Deberíais de
concentraros en rezar.
–
¿Quieres que te cuente un cuento?
–
¡Señora!
–
Habría sido mejor que no le contase aquellos cuentos a Pedro. Que
hubiese sido un secreto de mujeres. ¿Recuerdas cómo nos reuníamos
en mi habitación y yo os contaba historias mientras las demás
bordabais?
–
Sería bueno que bordaseis. Ayuda a la salud del alma.
–
Nunca fui muy hábil en eso. Aunque, ahora que lo pienso, bordar
se parece a escribir. Mi padre decía…
–
Vuestro padre, que en paz descanse, siempre os quiso demasiado.
–
Era muy mayor. ¿Te cuento un cuento?
–
¡No! ¿No os dais cuenta? En todo el castillo y puede que toda
la provincia hay habladurías acerca de vos.
–
No te enfades.
–
¡Y cantas! ¿Cómo se te puede ocurrir cantar? Te han escuchado los
del pueblo.
–
¿Sí? ¿Has escuchado las canciones?
–
¡Es imposible razonar!
–
No te vayas. Lo siento.
Pero
la gruesa puerta se cerraba de nuevo. Beatriz lloró.
Traía
una joya con un topacio enorme y Beatriz la guardó en el baúl con
el resto. El libro lo dejó sobre la cama. Él vestía con lujo
cortesano, en caro negro y pero su rostro había comenzado a
arrugarse.
–
¿No lo vas a abrir?
–
No, esposo.
–
No sé por qué me molesto.
–
Porque eres piadoso.
–
Sí. Puede ser.
–
¿Te has divertido en la corte?
–
Es distinto. ¿Has hecho cosas nuevas?
–
Sólo una. Últimamente los cuentos no salen tan fáciles como al
principio. Quizás me este curando. He empezado a bordar.
–
Me han dicho que cantabas a los campesinos.
– No lo volveré a hacer. Ahora sólo rezo.
–
Como sea. Cuéntamelo.
–
Esposo, sucedió hace algunos años que un príncipe moro capturó a
un caballero cristiano muy sabio, que había sido consejero de reyes
y escrito valiosos libros. Conocedor de su talento, el astuto moro lo
mandó encerrar en una oscura mazmorra, lejos de la luz del sol, y le
dijo que sólo le liberaría si escribía el cuento más bello que
jamás se hubiese escrito. El caballero se puso a tal tarea a la luz
de las velas, a veces amenazado por algún castigo, otras por la
miserable comida que le daban, siempre con la esperanza de alcanzar
la libertad como le había prometido el príncipe. Pero este sólo
pensaba en aprovecharse de él y mostraba las obras del caballero
como si él fuera su autor y por ellas era considerado un rey culto y
sabio. Pacientemente pasaron los años mientras el caballero, cada
vez más envejecido y agotado, trataba de superarse en belleza.
Comenzó a escribir sobre su tierra, sobre la tibieza de su luz, la
amabilidad de sus gentes, los recuerdos de su infancia, cosas
sencillas que no satisfacían al príncipe moro pues quería
enseñanzas, filosofía, consejos prácticos que maravillasen a las
generaciones futuras. Un día, el moro bajo a verle a su prisión,
furioso por que en su última historia sólo hablaba del vuelo de las
palomas. Le dijo que si para la mañana siguiente no había escrito
el cuento más bello moriría. Entonces el caballero, con manos
temblorosas y pálidas, escribió el cuento de un árabe hecho
prisionero por un rey cristiano y obligado a conseguir el cuento más
bello y describió como tras mucho tiempo de penalidades lo había
logrado. Contó lo hermoso que era, como las palabras tenían el
equilibrio de un baile y la claridad de una pintura, la delicadeza de
la música, la eternidad de un sabio, la dulzura de un poeta. Al
terminarlo, vio que era tan bello que jamás podría volver a
escribir y lo juro por el hogar que esperaba volver a ver antes de
morir.
–
¿Cómo termina el cuento?
–
No está escrito.