Cuentan que, cierto un día, un desconocido se presentó en la puerta de un monasterio cargado de oro.
Una vez allí solicitó al abad que lo repartiera entre los monjes de la comunidad y, tras escuchar pacientemente a aquel misterioso hombre, la respuesta del abad fue muy tajante:
-Los monjes no lo necesitan.
El desconocido insistió sin obtener ningún resultado, así que, al final, decidió colocar el oro dentro de una cesta en medio del patio con un letrero que ponía: “El que lo necesite, que lo coja”.
Sin embargo, nadie tocó nada. Es más, algunos monjes pasaban por allí y ni siquiera miraban el contenido de la cesta.
Pasado un tiempo, aquel hombre regresó y vio que su oro seguía intacto en el mismo lugar donde lo dejó. Valorando este hecho, alabó a los monjes por su santidad y renuncia. Entonces, el abad le aclaró:
-No se trata de santidad, buen hombre, todo está en función de la necesidad. Para nosotros, el oro es inútil ya que nada podemos hacer con él. Tenemos comida, vestimenta y estamos a cubierto. Nuestras necesidades son otras. Necesitamos a Dios y por eso estamos aquí buscándolo. Así que ve y da tu oro a los pobres.
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