sábado, 28 de junio de 2025

DE CÓMO ESCRIBÍ MI PRIMER CUENTO

 

Al escuchar la brisa traer recados de bosques espesos y raudos riachuelos recordé mi infancia. Dicen que la hierba del pasado es más verde y el Sol más brillante pero  supongo que hoy mis ojos están algo más desgastados. Cuando era pequeña salía con mi padre a curiosear flores y buscar bichos. Yo hacía el camino tres o cuatro veces a base de saltos y vueltas a su alrededor pero nunca me cansaba. Debía de ser por la sonrisa, uno de esos secretos que enseñan los niños. Mi padre era entomólogo, alguien feliz con sólo ver volar un saltamontes. Trataba de acercarse sigilosamente, conmigo escondida detrás mostrando únicamente unos ojos gatunos, pero el insecto siempre terminaba por escaparse. Entonces mi padre decía: “Bueno Clara, siempre nos quedarán los caracoles y las orugas”.

Contaba muy buenas historias antes de acostarme. Las he guardado tan profundamente que ahora sólo soy consciente de cómo empezaban. Había un hada mariposa y la niña siempre la seguía hasta algún mundo maravilloso. Creo en parte por esos cuentos es por los que he acabado siendo una escritora. Eso es lo que voy a contaros. Cuando el papel blanco empieza a parecerte un lago capaz de tragarse cualquiera de tus ideas es el momento de hablar de aquello que mejor conoces.

Pablo tenía el pelo castaño excepto al mediodía donde ganaba un encantador matiz pelirrojo. La primera vez que lo vi fue en la biblioteca, mientras él leía un libro que a mí me había encantado con esa concentración que vuelve tan amables los rostros. Se podría decir que tome nota, en aquellos tiempos yo llevaba a todas partes una libreta, una especie de diario, que ahora me gusta leer en las noches de invierno. Si quieren un consejo de vieja atesoren las cosas pequeñas, las grandes suelen perderse. Iba al colegio en bicicleta y era uno de esos chicos serio y formal que respondía al profesor con el texto del libro, pero siempre volvía a casa dando un rodeo para pasar por el parque. Los que me conocen saben que soy muy curiosa y aunque me han dado más de una vez con la puerta en las narices no escarmiento, es una de esas cosa que están en mi naturaleza y que aparecen al menor descuido. Me aprendí sus horarios. Pablo era tan puntual como el amanecer y tarde tres días en saludarle, seis en usar su nombre y al cabo de una semana me senté a su lado en la sala de lectura de la biblioteca. Puede pareceros un poco impetuoso pero dejó la bicicleta y empezó a caminar a mi lado. Hay cosas que no dijimos ya que éramos muy jóvenes para encontrar las palabras pero íbamos juntos a clase.

Decidí escribir porque Pablo tocaba el violín. Era en parte una obligación pues sus padres, que no eran ricos precisamente, le habían comprado un instrumento que valía un ojo de la cara y parte del otro. Aprendía todas las tardes con un antiguo violinista al que Pablo decía que le temblaban las manos. Un día, dentro del portal de su casa, tocó una pieza para mí. Fue precioso y se puso colorado y al final me miró a los ojos y si no hubiera sido por una vecina cotilla tal vez le habría besado. Al final salimos los dos corriendo.

Quién sabe cuánto tiempo pasó ensayándola pero valió la pena, fue uno de esos momentos mágicos. Entonces me propuse escribir un cuento para él. Todo el mundo tiene un talento, una cosa que le gusta hacer y que simplemente por eso hace bien.  Yo me he pasado un gran pedazo del pastel de mi vida leyendo, ganando el gusto y la paciencia y no me hace falta creer en el destino o la genética, me gusta escribir. Me planteé una semana de plazo para probarme, aunque al final fue bastante más. Me olvide de estudiar y me habría olvidado de comer si mi madre no me hubiera regañado recordándome que éramos una familia y teníamos que comer todos juntos. Cuando estaba con Pablo permanecía atenta a cada una de sus palabras en busca de inspiración y me temo que en clase tenía la mirada puesta en fantasías que habrían escandalizado a mi profesor de matemáticas. No tenía papelera, por lo que aprovechaba al máximo cada rincón del papel teniendo que usar a veces una letra de hormiga. Recuerdo que cuando lo pase a limpio casi planifique cada letra y cuando lo terminé tenía miedo de releerlo y encontrar algún fallo. Con el paso del tiempo he ido perdiendo esa vergüenza pero aquella vez temblaba. Mi mesa acabó llena de diccionarios y material de apoyo que tenía títulos como “Cristalografía elemental” o “El libro de los nombres” o cosas así. Ahora son muchos más pero supongo que es porque me quedan menos ideas propias. Es broma.

Recuerdo pasar muy buenos momentos mientras lo hacía, una sensación parecida a cuando lees un buen libro, y por eso pensaba que me estaba saliendo bastante bien. Lo cierto es que me esforcé al máximo y creo que cuando tienes esa sensación después, por mucho que los demás digan, habrá merecido la pena. Al final firme con mi nombre y tal vez algún corazón.

Desde entonces él es el primero que lee todo lo que escribo y se ocupa de poner el nombre a los personajes.

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