En un país muy lejano donde los bosques son tan bellos que en ellos viento y sol recuerdan a la melodía de un arpa y las casas huelen a pastel de manzana, vivía Teresa, una anciana de hermosos ojos y cabellos como nubes. Era tan pobre que hacía sopa con las miguitas del pan y tenía tantos remiendos en sus ropas y zapatos que no había color que no estuviese representado. Todas las mañanas, bien temprano, salía de su pueblo e iba al bosque a desayunar pequeñas fresas, moras de río, delicadas frambuesas y arándanos un poco ácidos. Aconteció que un día, en el que camina tan tranquila con su grueso bastón para espantar lobos, su cesta de mimbre y su capa encarnada, se encontró un arándano mirándola desde el centro del sendero. Un paso más lejos había otro y otro más, otro, dispuestos cuidadosamente. Teresa los siguió al interior del bosque llevada por la curiosidad. Llegó al último arándano y allí no había un joven recogiendo bayas con un agujero en su saco sino un bulto que lloraba.
– Es un niño – dijo Teresa algo asustada. – Suu, pequeño. Suu. Deja alguna lágrima para la mar.
El bebé estaba cuidadosamente envuelto en una rosa de tela blanca con breves bordados. En su frente estaba escrita con letra oscura y temblorosa la palabra “infortunio”
– Que poco pesas – dijo la vieja sonriéndole – ¿Quién te habrá puesto esta tontería? Ven, que te la quito con un poco de saliva – y frotó y restregó aún después de que perdida la novedad el bebe volviese a llorar.
– Ya está, ya está. ¿Ves cómo no era nada? Fuu. Fuu – sopló Teresa un cariñoso viento y el bebe calló para poder escucharla. Tenía ojos y nariz de cervatillo. La anciana se lo llevó a su pecho donde su corazón le calmó con una nana que creía olvidada.
– Cuando lleguemos a casa te limpiaré mejor. Espero que tengas un buen pañal – dijo la vieja sacando de la cesta una tetera tapada con corcho para hacerle sitio que dejó al cuidado de un árbol. Retornó la vieja al camino acunando al pequeño con su andar y cantar acompasados:
“Buen Sol alumbra esta bella flor.
Buen Sol colorea esta canción.
Buen Sol muéstrame un pájaro cantor.
Buen Sol préstame un poquito de atención.”
Y así llegaron hasta su casa en las afueras del pueblo. Allí les esperaba un hombre con pinta de haber respirado con demasiada fuerza por sus enormes narices, haberse tragado a una abeja y estar en ese momento mascándola. Era Marcos, el hijo del alcalde.
– ¡Viuda! – gritó mucho antes de que se acercara. Pero Teresa se lo tomo con calma y fue a su paso por más que el hombre bufara y rezongara.
– Viuda. Me han dicho que preparaste no sé que poción para la hija del panadero y la curaste.
– Así es. Un cálido té de raíz de jengibre.
– Pues yo quería una para mí…
– ¿Tienes también una indigestión?
– No… – el hombre miro a su alrededor y bajo la voz – Quiero una para… atraer a las mujeres.
– A todas en general o a alguna en particular.
– En general.
– ¿Has probado con colonia y baños de agua fría?
– No, pero yo lo que quería…
– Grufru – dijo el bebe al despertarse. – Cuf. Cuf – tosió Teresa para disimularlo.
– ¿Qué fue eso?
– Nada. Nada – dijo Teresa dirigiéndose a la casa. – Gaga – gorjeó el bebe.
– ¡Es un niño! – exclamó reteniéndola. – ¿De dónde lo has sacado?
– Lo encontré abandonado y además de tener hambre y frío, está sucio. Así que si me lo permites voy a ocuparme de él – dijo Teresa a toda velocidad y abrió el cesto justo bajo su nariz. Era tal el olor y la sorpresa que Marcos la soltó y Teresa pudo entrar en su casa y cerrar la puerta.
La casa de Teresa transmitía una sensación de soledad, con sus establos vacíos ocupados por un largo lecho, sus paredes oscurecidas por el humo del hogar y las fuertes vigas de madera agarrando un frágil techo con algunos huecos. Tenía un recortado segundo piso al que se accedía por una escalera de mano. Ramilletes de plantas medicinales recubrían las paredes con una marea de aromas. Una henorme mesa cercada por sillas dominaba la estancia.
Teresa prendió un fuego con unas ramas de encina. Se quejó por su espalda, tomo un poco de harina de la alacena y la puso a tostar. La removía cada poco para que no tomase demasiado color y se pusiese amarga.
– No llores cielo, ya casi está la papilla. En cuanto se vaya Marcos me ocupare de airear ese pañal. Ya habrá ido a contárselo a su madre y a esa no le cabe un huevo en el culo. En fin ya veremos.
Cuando estuvo lista la disolvió en agua dejando que quedase un poco líquida, empapo la punta de un pañuelo y se lo dio al bebe.
– Me temo que no tengo leche pequeño. Pero esta muy rica. Es lo que me daban a mi cuando era pequeña. No compramos la vaca hasta que me casé. Pero llegaste un poco tarde. A ver el trasero... Vaya lo que tienes aquí organizado. Mejor lo dejo fuera y me ocupo de ello más tarde.
Lavó al bebe con la poca agua que tenía, hizo una cuna para él con ropas viejas y pacientemente lo alimentó hasta que se terminó la papilla.
– Tendré que ponerte un nombre – dijo Teresa mientras acariciaba su rostro aliviado por el sueño – ¿Qué te parece Rafael? Es bonito y al fin y al cabo estás durmiendo sobre su camisa.
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