martes, 2 de diciembre de 2025

El cuento

“Cuéntame un cuento”, suspiró Beatriz a la torre, pero esta sólo gemía y lloraba de invierno. Miró por la ventana sin temor a las alturas, pero sólo encontró a un criado empujando un rebelde burro cargado de leña por un fangoso camino. Se rió, ocultándose en una esquina, dejando la escena en el borde de su visión a través de las rejas.

Vestía varias capas de terciopelo y envolvía sus manos en piel de lobo. Su habitación estaba recargada de tapices y libros dejados a su propia comodidad, algunos sobre la enorme cama. Se tumbó sobre la alfombra, como acostumbraba a hacer cuando necesitaba reflexionar, a contemplar las humedades del techo. “Tal vez el burro este maldito. Tal vez hable” pensó. “Su dueño lo mantiene en secreto porque es pobre y lo necesita para sobrevivir”. Pero ya había contado eso mismo demasiadas veces, al final ocurriría un milagro y el burro se convertiría en un burro normal y el pobre sería aún más pobre e iría al cielo. “No. No”, habló en voz alta. “Tiene que ser algo nuevo y bonito. Quizás exista un  cuento tan bello que…”

El otro día había visto pasar el cortejo fúnebre de doña Catalina. Se habían gastado una fortuna en plañideras. “Estaba un poco gorda. Supongo que eso no influye demasiado”, dijo contemplando sus muñecas y pensando en la delgadez de los pájaros. De niña estuvo muy enferma. Recordaba ser feliz con su padre a su lado y Alfonso contando historias de santos.

“Una niña se pierde en el bosque y la Virgen llora y sus lágrimas se vuelven flores y la niña las va recogiendo hasta regresar a su hogar” empezó a pensar, pero, cuando no creía llevar mucho tiempo haciéndolo, alguien trasteó en la cerradura. Beatriz se puso en pie rápidamente tratando de ordenar sus lujosas ropas y poner una sonrisa por mucho que le habían dicho que la afeaba.

 – ¡Isabel! Me traes el desayuno. Tenemos un día gris.

 – Sí, señora.

 – Otra vez sopa. ¿Me peinarás?

 – Si os estáis quieta.

 – ¿Qué tal tu hijos? El mayor está en el ejército real, ¿no?

 – Ya os lo he contado muchas veces.

 – Pues dime algo nuevo que haya pasado en el castillo.

 – Vuestro marido regresa de la corte. Dicen que es el favorito del rey.

 – Eso ya lo sabía. ¿Ha pasado algo en las cocinas? ¿Alguna aventura amorosa?

 – No es bueno para vos que hablemos de estas cosas. Deberíais de concentraros en rezar.

 – ¿Quieres que te cuente un cuento?

 – ¡Señora!

 – Habría sido mejor que no le contase aquellos cuentos a Pedro. Que hubiese sido un secreto de mujeres. ¿Recuerdas cómo nos reuníamos en mi habitación y yo os contaba historias mientras las demás bordabais?

 – Sería bueno que bordaseis. Ayuda a la salud del alma.

 – Nunca fui muy hábil en eso. Aunque, ahora que lo pienso, bordar se parece a escribir. Mi padre decía…

 – Vuestro padre, que en paz descanse, siempre os quiso demasiado.

 – Era muy mayor. ¿Te cuento un cuento?

 – ¡No! ¿No os dais cuenta?  En todo el castillo y puede que toda la provincia hay habladurías acerca de vos. 

 – No te enfades.

 – ¡Y cantas! ¿Cómo se te puede ocurrir cantar? Te han escuchado los del pueblo.

 – ¿Sí? ¿Has escuchado las canciones?

 – ¡Es imposible razonar!

 – No te vayas. Lo siento.

Pero la gruesa puerta se cerraba de nuevo. Beatriz lloró.

 

Traía una joya con un topacio enorme y Beatriz la guardó en el baúl con el resto. El libro lo dejó sobre la cama. Él vestía con lujo cortesano, en caro negro y pero su rostro había comenzado a arrugarse.

 – ¿No lo vas a abrir?

 – No, esposo.

 – No sé por qué me molesto.

 – Porque eres piadoso.

 – Sí. Puede ser.

 – ¿Te has divertido en la corte?

 – Es distinto. ¿Has hecho cosas nuevas?

 – Sólo una. Últimamente los cuentos no salen tan fáciles como al principio. Quizás me este curando. He empezado a bordar.

 – Me han dicho que cantabas a los campesinos.

­ – No lo volveré a hacer. Ahora sólo rezo.

 – Como sea. Cuéntamelo. 

 – Esposo, sucedió hace algunos años que un príncipe moro capturó a un caballero cristiano muy sabio, que había sido consejero de reyes y escrito valiosos libros. Conocedor de su talento, el astuto moro lo mandó encerrar en una oscura mazmorra, lejos de la luz del sol, y le dijo que sólo le liberaría si escribía el cuento más bello que jamás se hubiese escrito. El caballero se puso a tal tarea a la luz de las velas, a veces amenazado por algún castigo, otras por la miserable comida que le daban, siempre con la esperanza de alcanzar la libertad como le había prometido el príncipe. Pero este sólo pensaba en aprovecharse de él y mostraba las obras del caballero como si él fuera su autor y por ellas era considerado un rey culto y sabio. Pacientemente pasaron los años mientras el caballero, cada vez más envejecido y agotado, trataba de superarse en belleza. Comenzó a escribir sobre su tierra, sobre la tibieza de su luz, la amabilidad de sus gentes, los recuerdos de su infancia, cosas sencillas que no satisfacían al príncipe moro pues quería enseñanzas, filosofía, consejos prácticos que maravillasen a las generaciones futuras. Un día, el moro bajo a verle a su prisión, furioso por que en su última historia sólo hablaba del vuelo de las palomas. Le dijo que si para la mañana siguiente no había escrito el cuento más bello moriría. Entonces el caballero, con manos temblorosas y pálidas, escribió el cuento de un árabe hecho prisionero por un rey cristiano y obligado a conseguir el cuento más bello y describió como tras mucho tiempo de penalidades lo había logrado. Contó lo hermoso que era, como las palabras tenían el equilibrio de un baile y la claridad de una pintura, la delicadeza de la música, la eternidad de un sabio, la dulzura de un poeta. Al terminarlo, vio que era tan bello que jamás podría volver a escribir y lo juro por el hogar que esperaba volver a ver antes de morir.

 

 – ¿Cómo termina el cuento?

 – No está escrito.

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