martes, 23 de septiembre de 2025

El afinador de pianos

Juega al póker con una sola carta y nunca he podido verle perder pues apuesta los instantes con una mirada que me deslumbra por su desnudez. Le encontré una noche y dos más en "El largo adiós", un local de luces de cine, café en porcelana y camarero inglés. Es como uno de esos hombres sin edad que encajan en cualquier lugar con sólo una sonrisa.

    El piano dominaba el pequeño escenario, de hecho había logrado combarlo levemente. Cualquiera que reuniese el valor suficiente podía intentar tocarlo, pero el paso del tiempo había ido situando al bar entre el gris y el perla y sólo alguna que otra medianoche el dueño gravitaba hacia el desgastado asiento y probaba tibias melodías.

    Cuando él entró un poco de jazz y conversaciones de final del día lo llenaban todo de rincones. Sus pasos tenían un curioso equilibrio que provocó mi curiosidad. He de confesar que regresé a mi infusión pensando que sería uno de esos "despistados" al que una mujer algunos años mayor había citado allí. Pidió un Gimlet, lo que me hizo bastante gracia. Tomó un sorbo como si fuera un catador de vinos. Elevó la copa entre sus dedos y después de saludarme a mí se dirigió al piano. Posó el Gimlet en el suelo de madera como si estuviera disponiendo una obra de arte. Todos le miramos. Ejecutó una reverencia con un roce oriental que me trajo a la memoria un árbol que tuve frente a mi ventana. Esperó hasta que se terminó la canción y el camarero apagó el tocadiscos. Se acomodó, acarició todas las teclas con sus manos y comenzó.

    Lentamente desplegó una música de humo tenue y licores dorados. Un motivo se repetía. Desaparecía, a veces en triste sombra y otras en amorosa luz, y reaparecía con nuevos matices ganados al tiempo. Se podía seguir su evolución en su rostro como si te estuviera contando una historia que dormía en tu interior. Gradualmente se fue pausando pero sin respiros. La última nota vibró entre la pena y la esperanza. Se levantó y con un concentrado movimiento sacó una llave, abrió el piano y lo ajustó. Los demás recordamos que podíamos movernos. Nos miramos. El piano se quejó varias veces.

    Nos sonrió a todos como diciéndonos que lo mejor estaba todavía por llegar. Regresó al asiento, respiró con fuerza y tocó. Su ritmo se llenó de latidos de corazón. Transmitía deseo, fuerza retenida y liberada. Nacían remolinos, se apresuraban un momento y se iban dejando una promesa cada vez más intensa. Se detuvo como un tren llegando a la estación. Volvió a afinar el piano. No pudimos hacer otra cosa que no fuera contemplarlo.

    La melodía fluyó como una refrescante fuente. Él se fue volviendo majestuoso, luego místico, luego pez plateado. Se escabullía del final como un niño con ganas de seguir jugando cuando ya ha salido la luna. Corrió por jardines llenos de fragancias dormidas hasta llegar a una inmensa casa coronada por estiradas nubes.

    Dejó el Gimlet sobre el escenario y se marchó.

    Cuando terminó la segunda noche le pregunte por qué seguía afinando el piano. Me respondió que aún le quedaban sentimientos que demostrar. La tercera noche me fui con él completamente enamorada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario