lunes, 6 de octubre de 2025

El almendro y la mariposa

El niño zigzagueaba delante del viejo Resbalón. Sus mejillas estaban teñidas por la emoción y el frío. Era la primera vez que viajaba y sentía que el mundo era inmenso y quería guardárselo en sus ojos. Estiraba sus brazos y seguía al águila en un cielo de nubes aradas por los vientos del otoño. Se agachaba para saltar con los saltamontes. Acariciaba la ternura de las flores silvestres. Su padre guiaba al burro sin prisas, sonriendo los descubrimientos de su hijo, olvidando las preocupaciones que pesaban en sus bolsillos. Los campos amarilleaban con un silencioso brillo verde. El polvo se levantaba sin ganas. El horizonte parecía dormido por la distancia entre velos blancos con sus suaves colinas y breves bosques.

Pararon a comer en una loma que dominaba la llanura. Dejaron a Resbalón a sus anchas y buscaron asiento en el suelo. El padre se situó de manera que su cuerpo protegiera al niño del viento. Sacaron el pan, un poco de carne y aprovecharon el vino.

 – Papa. ¿Crees que en la ciudad tendrán una vaca tan buena como Ernesta?

 – Si la buscamos bien seguro que la encontramos. Tenemos que andarnos con ojo pero llevamos suficientes billetes.

 – ¿Cuántos?    

 – Pues con lo que nos dio Bernardo más de cinco mil pesetas.

 – ¿Por eso le dimos una pata?

 – Sí. Es un hombre generoso. Recuérdalo para si alguna vez puedes ayudarlo.

 – La señora Gracía en cambio no dio casi nada y en cambio le dimos un buen trozo.

 – Es viuda. ¿No te han contado en la doctrina la parábola de la vieja que dio una peseta?

 – ¿Cómo es?

 – Pues que lo que dio era todo lo que tenía por eso a Dios le valió más que lo que había dado el rico que sólo se desprendió de lo que le sobraba.

 – No lo sabía.

 – ¿Tomamos el postre?

 – ¡Sí! ¿Qué tenemos?

 – Almendras.

Y se las fueron comiendo. El padre las abría con un golpe seco de piedra y las iba repartiendo mientras el niño cantaba "Una para ti y una para mí. Así se reparte, así y así". Al final quedó sólo una almendra, la más grande y hermosa.

 – ¿Y qué hacemos con esta?

 – ¿La partimos a la mitad?

 – No, hijo. La paciencia es la mejor virtud. Si la sembramos y somos pacientes entonces es cuando sabrás cómo repartir.

 – ¿No se secará?

 – No. No creo. De todas formas le daremos un poco de nuestro agua.

El padre abrió un pequeño hueco en la tierra con la piedra. El niño la plantó con mucho cuidado y la cubrió suavemente con tierra.

 – ¿Cuánto tardará?

 – No lo sé. A veces las semillas duermen mucho. Son tan dormilonas como tú.

 – ¡Yo no soy ningún dormilón!

 – Pero si tu madre casi tiene que echarte una palangana de agua por las mañanas...

Sus voces se fueron envolviendo en el rumor del campo. Sus figuras se fueron desdibujando en el deslizarse del camino. Las nubes se reunieron y después pasaron. El Sol se alejo y regreso lentamente, sin necesidad de que nadie lo mirase. Enraizó la semilla. Brotaron dos curiosas hojas. Se estiraron. Le recorrió una profunda sensación de bienestar. Se encogió sobre si mismo para protegerse del calor. Un viajero admiró su valentía y compartió su agua. Suspiró.  Se refugió en si mismo para protegerse del frío. Le despertó la acariciante luz de un amanecer en primavera. El almendro era fuerte, altivo y orgulloso. Ningún otro árbol le disputaba su agua, su Sol, su viento. Dueño del punto más alto y de la sombra del camino, los pájaros se disputaban su cobijo, los hombres se paraban a su lado, las tierras sembradas de cereal se inclinaban ante su belleza, los árboles de las estrellas parecían lucir sólo para él.    

Las estaciones sucedieron. Ralearon los campos. El camino se hizo menos profundo. El almendro se volvió huraño. Echaba a los gorriones por juguetones, por chismosos a los cuervos, por ruidosos a los jilgueros... Hacía grandes aspavientos y rugía con el menor viento y se quejaba hasta de las nubes del cielo.

Un día acertó a pasar por su lado una mariposa naranja. Disimuló inocentemente su interés en un baile errático. Aleteó una de sus hojas con timidez y finalmente se posó a en una margarita y se quedó contemplándolo. Pacientemente lo miró por mucho rato hasta que el almendro habló en un repentino golpe de viento con una voz arrugada.

 – ¿Qué quieres?

 – Aprender de ti. ¿Cómo haces para vivir en soledad?    

 – ¡Ah, la soledad! No hay modo de vida más puro. He visto al Sol alzarse y achicarse tantas veces señor de los cielos y he aprendido mucho de él, 

 – Guau. ¿Entonces sabes tanto como el Sol?

 – Bueno. Mis raíces llegan hasta esa piedra que ves allí. Y también muy profundo. Tanto que dudo que algún día llegues allí pequeña mariposa. Pero puedo enseñarte.

 – ¿Lo harías? Te estaría muy agradecida. Y diría gracias, gracias. Mil gracias y piruetas y espirales y colores.

 – Calma. Calma. ¡Calma! Lo primero que debes aprendes es a ser paciente, a esperar.

 – ¿A esperar qué maestro?

 – Pues lo que necesites. Que va a ser si no. Si es de noche y tienes frío esperar a que salga al amanecer. Si tienes sed esperar a la lluvia. Y cuando llegue es importante saludarlo y aceptarlo.

 – ¿Pero mientras espero puedo hacer otras cosas? ¿Puedo bailar y jugar y buscar?

 – Para. Me haces cosquillas. Para.

La mariposa dejo de rozar el envés de sus hojas y se posó en su rama más baja abriendo y cerrando sus alas con curiosidad. De está forma atardeció, oscureció y brotaron las estrellas y la mariposa se quedó dormida de tanto esperar. Dormía tan suavemente que de sólo pensarlo el almendro se durmió también.

Al amanecer la mariposa bebió del rocío de una hoja del almendro y este no se ofendió. Voló unos pocos círculos, se elevó y se dejo caer por su tronco como una leve cascada de luz naranja.

 – Danzas muy bien.

 – ¿Sí? Nunca me lo habían dicho. Es bueno saberlo. Tú hablas muy bien. Y eres gigantesco y me gusta como agitas las hojas y dibujas en el viento.

 – Sí. También tejo bien el Sol.

 – ¿Puedo verlo? Por favor.

 – No se puede ver. Solo... Solo sentir dentro.

 – ¿Y cómo es?

 – Es difícil de explicar.

 – ¿Me enseñaras?

 – Puedo intentarlo. Quédate muy quieta mirando como si pudieras atraer al Sol.

 – ¿Así vale?

 – Podría valer si estuvieras en silencio.

 – ...

 – Ahora suspira hacia dentro.

La mariposa se lleno de horizonte, de campos y de almendro y suspiró hacia dentro.

 – Creo que lo he sentido.

 – No es tan rápido. Aún te falta mucha práctica.

La mariposa siguió suspirando hacia dentro un buen rato pero finalmente decidió que se había cansado de suspirar y le pidió al almendro irse a jugar un rato con unas espigas y un travieso viento. Él la dejo marchar pero estiró un poquito todas sus ramas hacia ella.

Así entre aprendizajes de todas las cosas que se le ocurrían a la mariposa que necesitaba aprender y conversaciones que le gustaba sostener al almendro pasaron los días. Por las noches el almendro se esforzaba soñando con el verano para atemperar su corteza  y recogía sus ramas cuanto podía indicándole a la mariposa los lugares que sentía más resguardados. También lo hacía cuando llovía. A la mariposa le gustaba ver como caían gotas de agua de sus hojas y al terminar se reía llamándole nube camuflada y el almendro sonreía para sus adentros y hacía que las gotas cayesen más lentamente.

El almendro fue perdiendo sus hojas y la mariposa seguía el vuelo de cada una de ellas guiándolas para que no acabasen lejos, triste a pesar de que él decía que no pasaba nada que no hubiese pasado antes. Pero la mariposa besaba los lugares de los que se desprendían las hojas y bailaba en su recuerdo hermosas danzas cada día más largas y agotadoras.

El almendro formó un hueco en su corteza que le llegase hasta lo más hondo. Allí se recogía la mariposa, en el tranquilizador fluir de la savia cuidando el sueño del almendro y sintiendo que el protegía el suyo.

Entonces se desplegaron las flores blanco rosadas del almendro, a cada cual más bonita. La mariposa iba de una a otra feliz, maravillada, llena de ilusión.

Entonces se escuchó un aroma en el aire que estremeció a la mariposa.

 – Tengo que irme.

 – ¿Ahora? No puedes irte ahora. Mira las flores. Son más hermosas que nunca. Se parecen a ti.

 – Me llama.

 – ¿Quién te llama?

 – Mi corazón.

 – Pero si aún te queda mucho por aprender. Ni tan siquiera sabes vivir en soledad.

 – No. Pero tengo que irme.

Las flores se quedaron mirando en silencio hacia la dirección en que se marchó la mariposa. Llegó la noche y volvió a amanecer. Las flores fueron perdiendo sus pétalos. Con el último de ellos el almendro se durmió.

Regresaron las hojas. Cayeron las hojas.

Le despertaron unas cosquillas por todo su cuerpo. Incontables mariposas recorrían sus ramas como flores de un vivo naranja, como vientos nacidos de un joven arroyo. Retornaron sus sentidos a su sensibilidad. Escuchó sus voces de brisa, su sencilla alegría. Y cuando repentinamente quiso agitarse y echarlas descubrió que no quería hacerlo y abrió pequeños huecos en su corteza y procuró que las pequeñas mariposas no sintieran los colmillos del invierno. Sólo preservó un lugar por más que curiosearon y rebuscaron, un hueco que le llegaba hasta lo más hondo.

 

Hoy llegan tantas mariposas atraídas por la calidez del almendro que parece estar florido todo el año y cuando florece de verdad es tan bello que el sol atardece a su lado. En su corazón descansa una mariposa que llegó aún agotada y vieja una noche solitaria mientras él soñaba con ella.

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