lunes, 29 de diciembre de 2025

El escultor

Había una vez en la afamada Grecia un escultor de nombre Philippo, a quien los reyes de las más lejanas tierras solicitaban esculturas cuya belleza atravesaba fronteras. Tenía un aprendiz, Eneas, que contemplaba con asombro el trabajo de su maestro. Un día Philippo le dijo a Eneas que se retiraba a su estudio para crear la más perfecta estatua jamás lograda, una que hasta los mismos dioses admirarían. Se encerró en su estudio y sólo Eneas podía entrar para traerle sustento, pero debía de hacerlo con los ojos fuertemente vendados. Philippo trabajó incansablemente, desde el amanecer al ocaso, sólo interrumpido por Eneas que entraba con titubeantes pasos, cegado por una oscura venda.

Poco a poco cobró forma su creación. Poco a poco fueron atenuándose los sonidos hasta que el mármol reveló su suavidad, hasta que sintiendo que nada de lo que hiciese podría mejorar su armonía, dio un paso  atrás y se deleito en su belleza. Entonces, con los ojos llorosos, habló a lo alto diciendo: “¿No es acaso perfecta? No rompáis vuestro silencio por un simple mortal, pero si os ha conmovido detened mi mano y me daré por satisfecho”.  Philippo alzó su más grueso cincel pero, sorprendido, nada detuvo su golpe y la herramienta rompió el rostro que tan precisamente había contribuido a elaborar. Philippo observó el desastre pero nada dijo, se limitó a hacer pedazos la escultura y llamó a Eneas para que tirase los restos y le llevase un nuevo bloque donde reiniciar su trabajo.

El escultor se quedo pensativo durante muchos días, contemplando los cielos, hasta que en un sueño descubrió el motivo que superaría cuanto había realizado. Sólo al imaginarla su belleza provocó ríos de lágrimas en sus polvorientas mejillas. Inmediatamente concentró toda su experiencia en su labor y continuó durante meses hasta que el más mínimo retoque requirió de horas de planificación, hasta que las mismas sombras que proyectaba la escultura fueron dotadas de su propia hermosura. Entonces de nuevo levantó su mano armada y dijo: “Si estáis ciegos tocadla pues con sólo sentir lo que he logrado la salvareis de su destrucción”. Pero de nuevo el golpe la hirió, de nuevo fue despedazada y de nuevo el escultor se sentó a contemplar los cielos. Pasaron los años, algunos en furia, otros en silencio, otros de esperanza, otros de cansancio. Llegó el momento en que los dedos de Philippo perdieron su firmeza y su corazón latía dubitativo. Sintiendo que se acercaba el momento de su muerte pidió a Eneas un último bloque.El mármol parecía llorar. El anciano lo acariciaba con pulso tembloroso. Dejaba que lentamente naciese una delicada forma. Sencilla, casi frágil, la lanza apuntó al escultor. Más cuando Philippo estaba punto de arrojarse hacia su muerte una mano contuvo su caída. Eneas cargó con su agotado maestro, abrió la puerta y allí descansaban alineadas todas y cada una de sus obras reconstruidas hasta la ultima esquirla para admiración de la multitud que las contemplaba con lágrimas en sus ojos.

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