Sucedió una vez, en un luminoso bosque, que una lágrima cayó en tierra antigua, fluyó por viejas raíces, ascendió por un fuerte tronco, trepó por traviesas ramas y, al final, descansó en la más tierna flor de un almendro.
Allí, transcurrieron días de Sol agradable y la flor, fue mudando a ese azul que contiene el cielo. También pasaron noches de Luna generosa y la flor, se fue guardando como un corazón en cada vez más suave latir. Y así siguió, hasta que, ante la curiosidad de un joven gorrión y las caricias de un viento del Oeste, se abrió.
Su piel era tan blanca que brillaba y agua clara corría por sus venas. Sus cabellos, eran del color de la canela y sus ojos, del verde de la primavera. Se cayó. Pero era tan pequeño, y el musgo estaba tan blando, que no se hizo daño, y sólo se quejó un poco, muy bajito.
El curioso gorrión revoloteó desde el almendro, se posó a su lado, y le preguntó:
– ¿Eres una almendra dulce, o una amarga?
– No estoy seguro. Pero si me lo dices, lo sabré – le respondió.
– Me gustarías más si fueras dulce – afirmó el gorrión sin pensárselo mucho.
– Entonces seré Dulce – decidió llamarse desde ese momento Dulce, y se acercó para darle las gracias por su nombre, pero el pájaro, huyó volando.
– ¿Por qué te vas? – preguntó Dulce.
– Porque vienes. Y porque no eres un gorrión – respondió desde tan lejos como se le ocurrió.
– ¿Cómo sabes que no soy un gorrión? – dijo Dulce, algo enfadado.
– Porque no vuelas – se rio el gorrión dando saltitos y cortos vuelos.
– Sí que vuelo – dijo Dulce y saltó. Pero cayó sobre su trasero. - Pues no puedo. Pero tú tampoco puedes tocarte la nariz con un dedo.
El gorrión, estiró sus plumas hasta que se le vio el plumón, pero no lo consiguió, y, al final, tuvo que reconocer que Dulce tenía razón.
– Y si no soy un gorrión, entonces, ¿qué soy? – preguntó Dulce a su nuevo amigo.
– No sé. Nunca antes te había visto. ¿No te lo contó tu madre?
– No. No lo recuerdo. ¿Sabes dónde está mi madre?
– Suelen estar en sitios confortables y calentitos. Y te dan rica comida – dijo el gorrión.
– De acuerdo. Entonces me voy a buscarla – decidió Dulce y se marchó bastante aliviado, porque comenzaba a notar hambre.
Dulce caminó por el bosque con pasos alegres, pensando en encontrar a su madre. Cuando llevaba ya un buen rato, y no parecía que estuviese llegando a ninguna parte, se detuvo a preguntar a una oruga. Era una oruga multicolor, verde hoja, con estrellas azul campanilla y lunas blanco azucena.
– Hola. Soy Dulce.
– Es bueno saberlo – dijo la oruga, mientras cortaba, de un pétalo, un trozo con forma de luna.
– ¿Sabes dónde está mi madre?
– A ver, acércate para que pueda distinguirte mejor – dijo la oruga, colocándose unas gafas hechas con dos gotas de rocío.
– ¿Cómo te llamas? – preguntó Dulce.
– Hoy he decido llamarme Espira. Hmm. Me parece a mí, que vas a tener que ir a hablar con la hada del río.
– ¿Me ayudará?
– Sin duda. Es un hada. Sigue hacia donde veas más flores y, cuando escuches un murmullo, te diriges hacia él.
– Muchas gracias, Espira.
– Nada. Nada – se despidió Espira y siguió recortando figuras con delicadeza.
El río era manso. Canturriaba sílabas lentas e invitadoras, y los peces descansaban en la mullida sombra de los olmos. Dulce introdujo sus pies en la cosquilleante corriente, y, corrió salpicando orilla arriba en busca de la hada.
La encontró en el centro del río, encogida como una cigüeña, envuelta en sus brazos sonrosados, con la punta de uno de sus delicados pies, rozando el agua. Parecía dormida, por lo que Dulce se sentó a esperar en una piedra cercana.
No pasó mucho tiempo, pues apareció una mariposa con unas alas que dejaban estelas de arco iris. La mariposa trazó unas cuantas piruetas pizpiretas a su alrededor, le sonrió, y luego fue hacia la hada aterrizando en sus cabellos turquesa.
Algo debió susurrar, porque ella abrió sus ojos, que eran como cielos despejados, y miró a Dulce.
– Hola – dijo Dulce tímidamente.
– Hola – dijo la hada, tan amablemente, que su voz resonó en todas partes.
– ¿Puedes, ayudarme a encontrar a mi madre? – dijo Dulce a su bondadosa mirada.
– Sí, pero antes tendrás de superar una prueba.
– ¿Cuál? – preguntó Dulce.
– Dime tu nombre.
– Dulce – dijo muy seguro.
La mariposa dibujo un lazo para él, un pez le miró con gran asombro y, la hada, le dio un beso en la frente.
– Desanda la senda que has andado y cuando llegues donde empezaste, ten paciencia y encontrarás a tu madre.
Y tal y como le había aconsejado la hada, así lo hizo Dulce, regresando al claro del bosque donde estaba el almendro.
Allí esperó, y esperó, hasta que, cuando casi era de noche, escuchó un apenado llanto. Dulce comprendió que aquella era su madre y fue hacia ella con lágrimas en sus ojos y ambos se abrazaron. Y la tristeza floreció en alegría. Y Dulce volvió con su madre a su hogar donde soñó sueños arropados y despertó en amaneceres melocotón.
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