martes, 23 de diciembre de 2025

El equilibrio del cielo 2

Hay que decir que Rafael creció arropado por las canciones de Teresa y la amabilidad de las vecinas hasta convertirse en un niño que era feliz con un rayo de sol y se colaba en cualquier casa con la habilidad de un gato sonriente.

Teresa vivía de hacer jabón de manzanilla que vendía entre las mujeres que cada mañana acudían al cantar de la fuente a frotar la ropa y contar chismes. Sus hijos, aún muy pequeños para ir a la escuela, jugaban con Rafael a hacer tortillas de barro, a los encantados, a encontrar tesoros y a contar cuentos. Rafael no iba a la escuela porque no podía pagar al maestro.

Por las mañanas llevaba frutos silvestres al panadero. Luego se quedaba a ver como se doraba el pan y de la primera hornada recibía un trozo tan grande como un queso. También le gustaba ver coser al zapatero, martillear al herrero, labrar a los labradores, pescar a los pescadores… Algo tenía su silenciosa manera de mirar que parecía ayudarles. Era un brillo feliz y al mismo tiempo profundamente atento que hacia que el pan estuviese crujiente, los zapatos fueran cómodos, las herraduras bruñidas y los surcos rectos y que no importase cuantos peces picasen si contabas la historia del rey del río que pesaba lo mismo que un saco de trigo. Teresa se sentía muy esperanzada con todo esto, porque notaba que últimamente le costaba más trabajo a su corazón hacerla caso y pensaba que cuando no estuviese Rafael podría ser el aprendiz de alguno de ellos. Así habría sido si no se hubiera enamorado.

La primera vez que la vio, enmarcada en su ventana con sus largas trenzas y sus ojos de ensueño, sintió que despertaba en su interior un cálido suspiro. Como no supo que hacer con él simplemente sonrío. Ella le regresó la sonrisa. Él echó a correr. En el camino de vuelta a casa no jugó a las cometas con los vencejos, ni a moldear las nubes o alentar al sol simplemente pensó que había algo en esa chica que no era capaz de expresar.

 – ¿Qué te ha ocurrido? – le preguntó Teresa preocupándose nada más verle entrar. – ¿Te has caído de un árbol? – dijo conocedora de su afición a imitar a los pájaros.

 – ¿Quién es esa chica que vive en casa del alcalde? Nunca la había visto.

 – ¿Clara? Pobre niña. Su padre, que es más malo que un dolor de muelas, pretende casarla con algún señoritingo. La tiene recluida para que no se le “estropeé”.

 – ¿No puede ir al bosque o al río? Pero mamá, eso es cruel. ¿Nadie hace nada para salvarla?

 – ¿Qué van a hacer? Es el alcalde – dijo Teresa dejándolo pasar. – Vamos a comer que se enfría la sopa.

Aquella misma noche Rafael saltó la cerca, acarició a los perros, escaló la pared con sus pies descalzos por donde le pareció más fácil y, sigilosamente, se introdujo por la ventana de Clara. Desafortunadamente estaba dormida por lo que no pudo decir ninguna de las frases que tenía preparadas para el rescate.

Ahora que estaba allí le pareció maleducado despertarla. Parecía dormir muy a gusto. Respiraba como una brisa de verano en el prado. Sus cabellos eran suaves como margaritas. Sus orejas eran raras aunque después de una breve exploración de las suyas concluyo que no tanto. Su colcha era blanca y estaba delicadamente bordada. Había una cantidad asombrosa de libros en el cuarto colocados en dos estanterías. Tenía curiosidad por saber lo que contenían ya que Teresa le había hablado de ellos. Abrió unos cuantos pero no consiguió entenderlos.

Clara tenía una peca al lado de la nariz. Sus cejas se curvaban de una manera extraña. Debajo de su cama estaba un poco sucio y había una bacinilla. En el escritorio que estaba junto a la ventana había una pluma pero hecha un desastre y papeles. Encontró un tesoro en uno de los cajones. Había flores aplanadas que todavía olían bien y canicas preciosas a la luz de la luna, frías y lisas como el fondo del cielo. También un collar que sin duda venía del mar.

Rafael notó que empezaban a levantarse las sombras. Decidió que tendría que planear el rescate un poco mejor. Rebuscó en su bolsillo y dejó sobre el escritorio una piedra de chispas, una bellota peonza, un capullo de amapola sin abrir y un silbato de madera que había hecho él mismo y que sonaba bien si no soplabas demasiado fuerte.

Fue más difícil bajar que subir. Saltó un poco pronto pero tras tumbarse un rato y que el perro le lamiese la cara se sintió mejor.

– Es cuestión de paciencia  – susurró a su nuevo amigo. – Mañana salvaré a la princesa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario