Si no habéis visto ni oído el tema y no sabéis quién es Kiko Rivera, mejor para vosotros, creedme.
Eleanore
Después de pasar los últimos años encerrado en los mejores estudios de grabación de Miami y Sanchinarro, el genial compositor, intérprete y cantante Francisco Rivera Pantoja – más conocido como el jilguero del Skorpia – ha presentado su último trabajo discográfico. O, en sus propias palabras, “mi nuevo zínguel”.
Se ve en este trabajo la madurez musical de un artista que, a pesar de tener el oído de una cacatúa con sífilis, ha sabido desenvolverse en un estilo tan complejo y rico en matices como es el Reguetón, que incluye éxitos de la calidad de “Pam pam”, “Atrévete te te”, “Métele sazón”, “Calentura” o “Pa que retocen”.
El vídeo musical – grabado en un salón de bodas de un polígono industrial – narra magistralmente la dramática historia de unos vampiros adictos al calimocho. El reparto lo forman familiares y compañeros de logopedia del propio artista, a los cuales, para caracterizarlos como seres tenebrosos, les han incrustado en la boca los dientes del burro de Shrek. A todos excepto a la hermana de Kiko Rivera, que acudió al rodaje con sus propias fauces. Completan ese reparto varios drogadictos tirados en un sofá y gente que levanta las manos.
Es importante en este punto fijarse en la cámara lenta, que dota de dramatismo a la narración durante todo el vídeo. La hermana de Paquirrín, que se ha puesto de granadina hasta la chominola, va por la pista como una ardilla borracha mordiendo hasta los altavoces, pero siempre a cámara lenta. Por eso es cultura.
Para poder comunicar la profundidad de sus inquietudes artísticas, Francisco ha optado por una indumentaria elegante pero inconformista compuesta por varias camisas de flores cerradas al vacío, una boina de cuero que apenas le abarca el cráneo y los pantalones por dentro de las alpargatas por si chispea. Un guiño del intérprete a los pijamas que usan los osos en los circos rusos. El resultado final es como ponerle una gorra a una albóndiga. Y es que la cara de Kiko, equivalente a pintarle ojos y bigote a un glande, posee una versatilidad desconocida hasta ahora. Las gafas de pollito aviador cierran un conjunto redondo.
Podemos observar que, a pesar de la cuidada producción – que incluye elementos ambientales como humo por el suelo, alfombras en las paredes o dioses hindúes de corchopán -, la fuerza expresiva recae casi enteramente sobre el genial intérprete, que utiliza aquí todo su repertorio gestual: sentarse, recostarse y tumbarse. Francisco Rivera, consciente de su belleza bovina, coquetea así constantemente con la cámara y seduce a la audiencia.
Por ejemplo, mientras canta se toca la barbilla y mira al suelo en un gesto de sabiduría grecolatina, como si estuviera buscando un euro. Igualmente, cuando va a decir algo importante, como “los corasones se aseleran”, mira a la cámara y señala al espectador para hacerle cómplice de la relevancia del momento. Todos esos recursos interpretativos los acompaña de una coreografía en la que mueve los brazos como un orangután encima de una carretilla.
Para apoyar al cantante se ha seleccionado un ballet compuesto por tres señoritas con tacones y un bañador que se les pega al pionono y les marca toda la galleta de la suerte. Sofisticado y sutil. Estas muchachas se dedican principalmente a “perrear”, pudiendo definirse el “perreo”, para quienes lo desconozcan, como la secuencia de movimientos que hace un mono oligofrénico cuando le pica el escroto.
Centrándonos ahora en la música, Kiko se vale de su genialidad como compositor y de su amplísimo conocimiento musical para crear un sempiterno ritmo de tresillo 3-3-2 (utilizado en todas las canciones de reguetón) orquestado por unas trompetillas de coches de choque. Tal conjunto melódico y armónico hace las delicias de cualquier suficiente mental.
Aunque el auténtico valor de la composición no reside en su música, sino en las sutilezas líricas de la letra, que bien pueden recordar a aquellos versos del “electrolatino” que rezan: “ese man es hiueputa gonorrea”. Una letra que el autor ha tenido la audacia de rimar con gerundios con la destreza con la que un delfín da volteretas. Deleitémonos con algunos pasajes:
Un nivel así de enjundia narrativa y una profusión tal de matices sólo son posibles cuando buscas la inspiración en una clínica de venéreas de Guatemala.
Pero Francisco guarda lo mejor para el final. Un último golpe maestro de efecto. Un desenlace inesperado donde descubrimos que todo ha sido un sueño, una fantasía onírica provocada por la ingesta, por parte de Kiko Rivera, de dos cubos de gazpacho con dos pajitas. Un Deus ex machina que deshace el entuerto vampírico como Sófocles hiciera en su Filoctetes. Pero esta vez con Pakirrín despanzurrado en un colchón como un escombro charcutero.
Con esta obra de arte, Francisco Rivera Pantoja viene a satisfacer la urgente necesidad que tenía España de música de calidad. Ya que desde el “Pégate” de la soberbia cantante, actriz y comunicadora social “la Ylenia”, el panorama musical español estaba huérfano de lirismo.
Ángel Sanchidrián
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