Tintineos de compás cambiante. Una aroma de bosque ancestral. Mi capa olivácea se arrastra con un suspirar de hojas otoñales. Los susurros me recuerdan que sólo es una fiesta.
– Magnifico el disfraz del Conde. ¿No es cierto?
– Si no fuera por la cojera que lo vuelve aún más perfecto no lo habría reconocido.
– Pero que malvas son tus alas, querida.
La pesada melodía dispersa las voces que martillean mi rostro, afortunadamente enmascarado. Mi pecho trata de seguir los acordes, pero mis ojos me desafían desde la amalgama de brillos del mármol. Me aproximo a la ventana, pugnando por respirar un aire imaginariamente menos viciado. Hay un sauce al otro lado de la ilusión de luz quejándose del viento. Contemplo desde las escasas sombras a los invitados que invaden el salón. Demasiados. Demasiado oropel, demasiado polvo de luna, demasiadas soflamas al perfume del vino.
Ellos no comprenden su dulzura.
Ellos no entienden su valor. No han visto el azul más allá de los zafiros.
El retumbar metálico de un bastón genera ondas de atención. El nombre, su nombre fluye en un río de sonrisas y parabienes. Alejo cada pliegue de la arruga y me deslizo fantasmalmente hacia la puerta de doradas tallas que en un momento enmarcará su angelical figura.
Sus dedos, nieve condensada, se asoman tímidamente. Un preludio de translucido tejido de mar se agita al son de las respiraciones contenidas.
– Encantadora. – Una voz rompe el hechizo y ahora puedo ver su vestido añil que recuerda las ágiles nubes de las más elevadas montañas, pero sólo es una escusa para perderse en la beldad de su rostro. No lleva antifaz porque jamás podría encerrarnos en su iris de eterno cielo.
– Belice – susurro, pero ella sonríe al anfitrión cuyo nombre prefiero olvidar. Un encomio que no escucho. Tal vez sus labios leporinos se detengan antes de rozar su piel, pero yo no lo veo. Se ofrece a guiarla como si su mera presencia no abriese todos los caminos. Su osadía levanta en mí olas de furia.
Ella lo presiente. Se gira sostenida sobre las puntas de sus pies desnudos. Sus cabellos son una noche recogida.
– Buen Isaac. ¿Qué regalo me ofrecerás hoy? – reverbera una voz que aún recuerda su infancia.
Una edelweiss creada por un espíritu tan libre como la flor. Está en una caja perlada que mis manos no han dejado de acariciar. La levanto en una coreografía soñada.
– Es realmente primoroso. Tanto que vacilo en romper su ilusión – me habla Belice.
Lentamente alzó la tapa revelando un corazón aterciopelado que sostiene en su centro la belleza. Cristal que parece plata al capturar la luz, suaves pétalos que parecen lagos en cuyo interior nadan estrellas.
– ¡Parece viva! – es sorpresa, pero también deleite. Es un sentir acariciándome.
La sostiene entre sus dedos prestando nuevas tonalidades a la flor de cristal. Tan delicadamente la sostiene y es tan delicada que se desliza como si fuese agua. Veo a su gemela creciendo en el suelo en un etéreo ensueño del que me despertará un repicar extendiéndose en mil lágrimas. El mármol se siembra de diminutas estrellas. Las conversaciones se detienen, las miradas se vuelcan lentamente hacia nosotros. Nadie se atreve a dar un paso. En ella hay un temblor y yo lo detengo en su mano y digo:
– Lo cierto es que no se me da bien bailar – sonrío y ella me sigue con una sonrisa y continuamos en el centro del salón de baile durante mucho tiempo más.
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