"Pepita, que seas muy feliz".
Así se despidió de su esposa junto al bote salvavidas Víctor
Peñasco, uno de los diez españoles que viajaban en el buque. El
asturiano Servando Ovies iba con ellos. Volvía a Cuba, donde se
había hecho rico.
Eran dos tortolitos.
Casados en Madrid el 8 de diciembre de 1910, Víctor Peñasco
Castellana, 24 años, nieto de José Canalejas, primer ministro con
Alfonso XIII, y María Josefa Pérez de Soto, de 20, iniciaron ese
día un viaje de bodas con apariencia de cuento de hadas y paradas en
media Europa. La primavera de 1912 les sorprende en París. Allí,
acompañados de Eulogio, su mayordomo, y de la doncella Fermina Oliva
Ocaña, pasean por los Campos Elíseos y la Place Vêndome, toman
chocolate y ‘macarrons’ en Ladurée y almuerzan en Maxim’s.
Un día, leen en los
periódicos la noticia del viaje inaugural del imponente ‘Royal
Mail Steam_ship Titanic’, el buque estrella de la compañía White
Star, que zarpa con destino a Nueva York haciendo escala en la
elegante Francia. La pareja se entusiasma con la idea de viajar al
Nuevo Mundo en una embarcación que compendia la última tecnología
con el lujo más exclusivo. Fermina, la doncella, sin embargo, se
inquieta. «La madre de Víctor había presagiado algún peligro y
les había rogado que no navegasen. ‘Viajad a donde queráis, pero
no toméis ningún barco’», relataría Fermina años después.
Pero la pareja hizo caso
omiso a los presagios. Compran sus pasajes de primera clase para el
'Titanic' en una oficina de la rue Scribe. Reciben un ticket con el
número de serie 17.758 y les asignan el camarote C-65. Pagan por él
la friolera de 108 libras y 18 chelines (el sueldo anual de un
empleado del astillero Harland and Wolff, donde se hizo el buque, era
de 96 libras). Víctor urde una treta para burlar a Purificación, su
madre. Calcula los días de la travesía y de una larga estancia en
América, adquiere un fajo de postales y las escribe, fabulando con
visitas y encuentros quiméricos. Ordena a su mayordomo que se quede
en París y le encarga que ponga cada día un tarjetón en el correo.
El 10 de abril la pareja
madrileña se dirige a la estación de Saint-Lazare, donde toman un
tren hasta Cherburgo. Una vez en el muelle, se asombran ante la
imponente mole del transatlántico, con sus 269 metros de eslora y el
casco pintado de negro con la brillante línea amarilla que distingue
a la naviera. Entre las once cubiertas del buque pulula un ejército
de marineros y sirvientes. Ellos se instalan en su camarote, con
vistas al mar, en la zona de proa, a estribor. Un total de 2.207
personas, entre pasajeros y tripulantes, según el Club Fundación
Titanic, se encuentran a bordo.
Zarpan y viven la vida
alegre del navío: la comida a la carta en ‘Le Parisien’, donde
oficia la tropa italiana del impresionante Luigi Gatti, algo así
como el Juan Mari Arzak de la época, los bailes con orquesta, la
piscina interior, los paseos por la galería cubierta, los olorosos
habanos fumados entre alfombras persas y muebles Luis XV... ¿Quién
sabe si su mesa fue atendida por Juan Monrós, un español acuciado
por las deudas que se enroló de camarero en Southampton? ¿Charlaron
tal vez con Servando José Florentino Oviés, un próspero emigrante
asturiano que regentaba El Palacio de Cristal en La Habana? ¿Quiso
la casualidad que la doncella conversara con alguno de los cuatro
catalanes que buscaban hacer fortuna en Cuba? ¿O con las hermanas
leridanas Asunción y Florentina Durán?
Cuando se cumplen cien
años de la tragedia se ha podido establecer que una decena de
ciudadanos españoles viajaban en el buque. En ‘Los diez del
Titanic’ (LID Editorial. 19,90 euros) Javier Reyero, Cristina
Mosquera y Nacho Montero reconstruyen las vidas de estos paisanos,
protagonistas involuntarios en el mayor naufragio civil de la
historia.
Pero volvamos al buque.
La mar está en calma en el Atlántico Norte y el 'Titanic' navega a
22 nudos bajo la tutela del comandante Edward John Smith, un
especialista en comandar transatlánticos, con una impecable hoja de
servicios, libre de siniestros. La pareja madrileña descansa en su
camarote. Ha sido un domingo ajetreado. A las 23.40 horas del 14 de
abril se produce la colisión. Un iceberg provoca seis largas
fracturas en el costado de estribor. El serviola de guardia, que no
llevaba prismáticos, dio el aviso cuando la mole de hielo se
encontraba apenas a 450 metros. El 'Titanic', con la máquina en
atrás, necesitaba al menos dos millas para detener su andar. El
buque para luego los motores. «Se genera un silencio turbador que
inspira la sensación de que algo no funciona de manera correcta»,
se lee en la obra.
Un moscardón en la
sopa
Víctor sube a cubierta.
Ve cómo los marineros retiran las lonas de los botes salvavidas.
Vuelve al camarote y grita a su joven esposa y a su criada. «¡Que
se hunde, que se hunde!». No hay tiempo para nada. Fermina Oliva
contará años más tarde que apenas pudo guardarse una estampa de
San José que tenía encima de la cama y que introdujo en el chaleco
de corcho. Su señora no se quitaba de la cabeza sus joyas, en
especial el collar de perlas de cuatro vueltas... Víctor regresa
sobre sus pasos... Son las 00.25 horas. El oficial Lightoller da la
orden de embarcar. «¡¡¡Las mujeres y los niños, primero!!!»,
gritan los encargados del abordaje. Eran otros tiempos. Ninguno de
los caballeros de a bordo osa siquiera romper el código. María
Josefa, deshecha en llanto, y Fermina se arriman al bote 8. Víctor
puede alcanzarlas. Los recién casados se abrazan. Él debe quedarse
a bordo...
«Pepita, que seas muy
feliz», fueron sus últimas palabras.
«Purificación, la madre
de Víctor, estaba comiendo en el templete de su palacete, en el
número 9 de la calle Fernando el Santo, en Madrid, cuando un
moscardón cayó muerto en la sopa», explica a este periódico Elena
Ugarte, sobrina nieta de Víctor Peñasco, muerto en el naufragio del
'Titanic'. «A Víctor le ha pasado algo», gritó.
Cuando leyó la noticia
del naufragio, sus peores temores quedaron confirmados. A la casona
siguieron llegando puntualmente las postales escritas en París,
recordatorio diario de la tragedia. «Desde entonces, en nuestra
familia los moscardones son símbolo de tragedia», cabecea Elena
Ugarte. Pero hay más. El cuerpo de Víctor Peñasco no fue izado a
bordo por ninguno de los buques que acudieron en auxilio del
'Titanic' y que encontraron los cadáveres, helados, flotando con los
chalecos puestos. «Y, sin cuerpo, Pepita no sería declarada viuda
hasta que pasaran 20 años... Su madre compró un certificado de
defunción relativo a un bulto, restos de un cadáver, llegado a las
costas canadienses y que está enterrado en Halifax», apunta Ugarte.
Pepita volvió a casarse en 1918 con Mauricio Barriobero Pérez de
Soto, barón de Río Tovía. Tuvieron tres hijos. «En casa siempre
escuchamos el relato de Pepita como una hermosa historia de amor con
un final triste. En un libro se dice de ellos que estaban enamorados
como ‘les canaris’. Como tórtolos».
¿Y qué sucedió con la
criada? «A mí me dejaron fuera del bote 8. Empecé a gritar,
desesperada, y no tuvieron más remedio que llevarme. Me echaron como
un saco de paja desde más de un metro de altura. Fue el momento más
horrible de mi vida», recordaría años más tarde. El 'Titanic' se
fue a pique en apenas dos horas y 40 minutos.
La historia de amor de
Víctor y Pepita podía haber dado para una película. Pero entre las
1.502 víctimas del naufragio y entre los 705 supervivientes hay
miles de narraciones posibles.
María José Caballero,
una arquitecta que vive en Málaga, oyó durante toda su vida que un
antepasado paterno murió en las heladas aguas de Terranova.
Pero hasta que no murió
la tía Luisa Monrós, una modista solterona de Barcelona, y tuvo que
ir a vaciar la casa, no supo cuánto había de verdad. «Era una
leyenda familiar. Hasta que encontramos una cajita con papeletas de
una casa de empeño de Southampton, con telegramas y hasta una carta
de la White Star donde se le pagaba por los cinco días de trabajo en
el buque. Siempre creímos que Juan Monrós era traductor, pero se
embarcó como camarero. Hablaba francés e inglés y eso le debió de
servir para encontrar el empleo. Conservamos una carta -explica María
José Caballero- que envió a su madre, contento por haber encontrado
un trabajo y en la que le decía que le respondiera a Nueva York».
Nunca llegó.
Otro de los fallecidos
fue el avilesino Servando Ovies, que había viajado a Europa para
ultimar contratos con proveedores para su comercio habanero. Sus
descendientes, Jorge y Cintia Ovies, son dos cubanos que ahora
residen en Barcelona y aseguran haber «heredado el espíritu
aventurero y emprendedor» de su antepasado. «Su caso no era
especial -apunta Jorge Ovies Fortún-. Provenía de Asturias y, en
los inicios del siglo XX, era habitual que emigraran para hacer las
Américas. Él dejó su casa con quince años».
El amigo uruguayo
Entre los 2.207
integrantes del pasaje internacional (con mayoría de británicos y
americanos, pero donde había hasta pasajeros coreanos), la decena de
españoles tiene un pequeño hueco. Suficiente, sin embargo, para que
descuellen las biografías de Julián Padró, Emilio Pallás y
Florentina y Asunción Durán. Todos sobrevivieron a bordo de los
botes 12 y 9. El salvador de los varones, dos pequeños hosteleros
que emigraban a Cuba para hacer fortuna, se llamaba Ramón
Artagaveytia, un caballero uruguayo de origen vasco con quien jugaban
a las cartas. Padró y Pallás no hablaban inglés, así que
Artagaveytia corrió a avisarles del siniestro en su camarote. No les
dejaron subirse a un bote y tuvieron que saltar a uno mientras lo
arriaban. Emilio Pallás se dislocó una rodilla, perdió el
conocimiento, pero salvó el pellejo. Florentina, su prometida, logró
subir al bote número 12 junto a Asunción.
Sobre Encarnación
Reynaldo, otra superviviente, existe escasa información. Se sabe que
nació en Marbella en 1881 y que se casó en 1902. Tuvo tres hijos
(uno murió de crío) y, poco después, enviudó. Debió de
trasladarse a trabajar a Inglaterra y Gales (los autores del libro
han localizado un censo donde aparece su nombre), contratada por un
matrimonio gibraltareño al que acompañó a Londres. En abril de
1912 se lió la manta a la cabeza y decidió emigrar a Nueva York, en
busca de oportunidades. Logró un puesto en el bote número 9, donde
se sentó en la bancada junto a Padrós y Pallás. Fueron
protagonistas involuntarios de un suceso que, un siglo después, los
recupera para nuestra memoria. Hoy, seguro, serían carne de reality.
Publicado por JULIÁN MÉNDEZ el 08.04.12