Pedro jamás reconocería una derrota. Si era necesario huiría de ellas por cualquier medio, pero no permitiría que el miedo le alcanzase como hizo con su padre. Cuando le asaltaron arrastró su dolor hasta alcanzar su casa, sin emitir un sonido, sin pedir ayuda a nadie, ocupándose el mismo de sus heridas, sonriendo al día siguiente y planificando su marcha a París. Ahora la oscuridad le había vuelto a alcanzar. Sentía una debilidad aprisionando su cuerpo como un rosal trepador.
- ¡Se ha desmayado! – dijo Sofía. Escuchaba voces tensas, con el mundo desvanecido en la distancia.
– ¿Está bien? – preguntó Diana, pero la mano que le sostenía era la de Sofía. Tenía una bondad natural, una sincera preocupación por los demás que se sentía con sólo estar cerca de ella.
– Pedro. ¿Puedes oírme? – Era una voz tan dulce, tan joven.
– ¿Hay algún medico? – Diana. Su amor. Estaba embarazada y había pensado abandonarle. Tenía que existir una salida. Era abogado.
– ¡Está pálido! – No. La perdería si seguía por ese camino. Ya la estaba perdiendo. Cuántas llamadas cortadas con la excusa de una reunión. Las leyes no deberían enjaular al amor. Las personas... Había visto tantas miradas rotas y sólo ahora las sentía.
– ¡Pedro! ¡Reacciona! – Diana le estaba dando un tortazo. Era gracioso y sin embargo le dolía.
– Está llorando. – Traicionado. Por sus propias palabras que se negaban a salir. No lo permitiría.
– Ya. ¡Pedro despierta! ¡Pedro!
– Te… Te quiero Diana – dijo con palabras que le sonaron extrañas.
– Estás sangrando. Tenemos que ir a un medico – dijo Sofía y estaba tan preocupada que Pedro sonrió.
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