Bueno
es el mundo, ¡bueno!, ¡bueno!, ¡bueno!
Como
de Dios al fin obra maestra,
Por
todas partes de delicias lleno,
De
que Dios ama al hombre hermosa muestra;
Salga
la voz alegre de mi seno
A
celebrar esta vivienda nuestra:
¡Paz
a los hombres!, ¡gloria en las altruas!
¡Cantad
en vuestra jaula, criaturas!
(<María> por D. Miguel de los Santos Alvarez.)
¿Por
qué volvéis a la memoria mía,
Tristes recuerdos del placer
perdido,
A aumentar la ansiedad y la agonía
De este desierto
corazón herido?
¡Ay!, que de aquellas horas de alegría
Le
quedó al corazón sólo un gemido,
¡Y el llanto que al dolor los
ojos niegan,
Lágrimas son de hiel que el alma anegan!
¿Dónde
volaron, ¡ay!, aquellas horas
De
juventud, de amor y de ventura,
Regaladas de músicas
sonoras,
Adornadas de luz y de hermosura?
Imágenes de oro
bullidoras,
Sus alas de carmín y nieve pura,
Al sol de mi
esperanza desplegando,
Pasaban, ¡ay!, a mi alrededor
cantando.
Gorjeaban los dulces ruiseñores,
El sol
iluminaba mi alegría,
El aura susurraba entre las flores,
El
bosque mansamente respondía,
Las fuentes murmuraban sus
amores...
¡Ilusiones que llora el alma mía!
¡Oh! ¡Cuán
suave resonó en mi oído
el bullicio del mundo y su ruïdo.!
Mi
vida entonces, cual guerrera nave
Que el puerto deja por la vez
primera
Y al soplo de los céfiros suave
Orgullosa despliega su
bandera,
Y al mar dejando que a sus pies alabe
Su triunfo en
roncos cantos, va velera,
Una ola tras otra bramadora
Hollando
y dividiendo vencedora,
¡Ay! En el mar del mundo, en ansia
ardiente
De amor volaba; el sol de la mañana
Llevaba yo sobre
mi tersa frente,
Y el alma pura de su dicha ufana:
Dentro de
ella, el amor, cual rica fuente
Que entre frescura y arboledas
mana,
Brotaba entonces abundante río
De ilusiones y dulce
desvarío.
Yo amaba todo: Un doble sentimiento
Exaltaba mi
ánimo, y sentía
En mi pecho un secreto movimiento
De grandes
hechos generoso guía.
La libertad, con su inmortal aliento,
Santa
diosa, mi espíritu encendía,
Continuo imaginando en mi fe
pura
Sueños de gloria al mundo y de ventura.
El puñal de
Catón, La adusta frente
Del noble Bruto, la constancia fiera
Y
el arrojo de Scévola valiente,
La doctrina de Sócrates
severa,
La voz atronadora y elocuente
Del orador de Atenas, la
bandera
Contra el tirano macedonio alzando
Y al espantado
pueblo arrebatando.
El valor y la fe del caballero,
Del
trovador el arpa y los cantares,
Del gótico castillo el
altanero
Antiguo torreón, do sus pesares
Cantó tal vez con
eco lastimero,
¡Ay!, arrancada de sus patrios lares,
Joven
cautiva, al rayo de la luna,
Lamentando su ausencia y su
fortuna.
El dulce anhelo del amor que aguarda
Tal vez,
inquieto y con mortal recelo,
La forma bella que cruzó,
gallarda
alla en la noche entre el medroso velo;
La ansiada
cita que en llegar se tarda
Al impaciente y amoroso anhelo,
La
mujer y la voz de su dulzura,
Que inspira al alma celestial
ternura;
A un tiempo mismo en rápida tormenta,
Mi alma
alborotada de continuo,
Cual las olas que azota con
violenta
Cólera impetuoso torbellino;
Soñaba el héroe ya, la
plebe atenta
En mi voz escuchaba su destino,
Ya al caballero,
al trovador soñaba
Y de gloria y de amores suspiraba.
Hay
una voz secreta, un dulce canto,
Que el alma sólo recogida
entiende,
Un sentimiento misterioso y santo
Que del barro al
espíritu desprende;
Agreste, vago y solitario encanto
Que en
inefable amor el alma enciende,
Volando tras la imagen
peregrina
El corazón de su ilusión divina.
Yo, desterrado
en extranjera playa,
Con los ojos extáticos seguía
La nave
audaz que argentada raya
Volaba al puerto de la patria mía;
Yo
cuando en Occidente el sol desmaya,
Solo y perdido en la arboleda
umbría,
Oír pensaba el armonioso acento
De una mujer, al
suspirar del viento.
¡Una mujer! En el templado rayo
De la
mágica luna se colora,
Del sol poniente al lánguido
desmayo,
Lejos entre las nubes se evapora;
Sobre las cumbres
que florece mayo,
Brilla fugaz al despuntar la aurora,
Cruza
tal vez por entre el bosque umbío,
Juega en las aguas del sereno
río.
¡Una mujer! Deslízase en el cielo
Allá en la noche
desprendida estrella,
Si aroma el aire recogió en el suelo,
Es
el aroma que le presta ella.
Blanca es la nube que en callado
vuelo
Cruza la esfera que su planta huella,
Y en la tarde la
mar olas le ofrece
De plata y de zafir donde se mece.
Mujer
que amor en su ilusión figura,
Mujer que nada dice a los
sentidos,
Ensueño de suavísima ternura,
Eco que regaló
nuestros oídos:
De amor la llama generosa y pura,
Los goces
dulces del placer cumplidos
Que engalana la rica fantasía,
Goces
que avaro el corazón ansía.
¡Ay!, aquella mujer, tan sólo
aquélla
Tanto delirio a realizar alcanza,
Y esa mujer tan
cándida y tan bella
Es mentida ilusión de la esperanza:
Es el
alma que vívida destella
Su luz al mundo cuando en él se
lanza,
Y el mundo con su magia y galanura,
Es espejo no más de
su hermosura.
Es el amor que al mismo amor adora,
El que
creó las sílfides y ondinas,
La sacra ninfa que bordando
mora
Debajo de las aguas cristalinas:
Es el amor que recordando
llora
Las arboledas del Edén divinas,
Amor de allí arrancado,
allí nacido,
Que busca en vano aquí su bien perdido.
¡Oh,
llama santa! ¡Celestial anhelo!
¡Sentimiento purísimo!
¡Memoria
Acaso triste de un perdido cielo,
Quizá esperanza de
futura gloria!
¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!
Oh, mujer,
que en imagen ilusoria
Tan pura, tan feliz, tan placentera,
Brindó
el amor a mi liusión primera!
¡Oh, Teresa! ¡Oh, dolor!
Lágrimas mías,
¡Ah!, ¿Donde estáis que no corréis a
mares?
¿Por qué, por qué como en mejores días
No consoláis
vosotras mis pesares?
¡Oh!, Los que no sabéis las agonías
De
un corazón que penas a millares,
¡Ay!, desgarraron, y que ya no
llora,
¡Piedad tened de mi tormento ahora!
¡Oh, dichosos
mil veces, sí, dichosos
Los que podéis llorar! Y, ¡ay!, sin
ventura
De mí, que, entre suspiros angustiosos,
¡Ahogar me
siento en infernal tortura!
Retuécese entre nudos dolorosos
Mi
corazón gimiendo de amargura...
También tu corazón hecho
pavesa,
¡Ah!, llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!
¿Quién
pensara jamás, Teresa mía,
Que fuera eterno manantial de
llanto
Tanto inocente amor, tanta alegría,
Tantas delicias y
delirio tanto?
¿Quién pensara jamás llegase un día
en que,
perdido el celestial encanto
Y caída la venda de los ojos,
Cuanto
diera placer causara enojos?
Aún parece, Teresa, que te
veo
Aérea cual dorada mariposa,
En sueño delicioso del
deseo,
Sobre tallo gentil temprana rosa,
Del amor venturoso
devaneo,
Angélica, purísima y dichosa,
Y oigo tu voz
dulcísima, y respiro
Tu aliento perfumado en tu suspiro.
Y
aún miro aquellos ojos que robaron
A los cielos su azul, y las
rosadas
Tintas sobre la nieve, que envidiaron
Las de mayo
serenas alboradas;
Y aquellas horas dulces que pasaron
Tan
breves, ¡ay!, como después lloradas,
Horas de confianza y de
delicias,
De abandono, y de amor, y de caricias.
Que así
las horas rápidas pasaban,
Y pasaba a la par nuestra ventura;
Y
nunca nuestras ansias las contaban,
Tú embriagada en mi amor, yo
en tu hermosura
Las horas ¡ay! huyendo nos miraban,
Llanto tal
vez vertiendo de ternura,
Que nuestro amor y juventud veían
Y
temblaban las horas que vendrían.
Y llegaron en fin..
¡Oh! ¿Quién, impío,
¡Ay!, agostó la flor de tu pureza?
Tú
fuiste un tiempo un cristalino río,
Manantial de purísima
limpieza;
Después torrente de color sombrío,
Rompiendo entre
peñascos y maleza,
Y estanque, en fin, de aguas
corrompidas,
Entre fétido fango detenidas.
¿Cómo caíste
despeñado al suelo,
Astro de la mañana luminoso?
Ángel de
luz, ¿quién te arrojó del cielo
A este valle de lágrimas
odioso?
Aún cercaba tu frente el blanco velo
Del serafín, y
entre ondas fulguroso,
Rayos al mundo tu esplendor vertía
Y
otro cielo el amor te prometía.
Mas, ¡ay!, que es la mujer
ángel caído
O mujer nada más y lodo inmundo,
Hermoso ser
para llorar nacido,
O vivir como autómata en el mundo;
Sí,
que el demonio en el Edén perdido
Abrasara con fuego del
profundo
La
primera mujer, y, ¡ay!, aquel fuego
La herencia ha sido de sus
hijos luego.
Brota en el cielo del amor la fuente
Que a
fecundar el universo mana,
Y en la tierra su límpida
corriente
Sus márgenes con flores engalana:
Mas, ¡ay!, huid:
el corazón ardiente
Que el agua clara por beber se
afana,
Lágrimas verterá de duelo eterno,
Que su raudal lo
envenenó el infierno.
Huid, si no queréis que llegue un
día
En que, enredado en retorcidos lazos
El corazón, con
bárbara porfía
Luchéis por arrancároslo a pedazos;
En que
al cielo, en histérica agonía,
Frenéticos alcéis entrambos
brazos,
Para en vuestra impotencia maldecirle,
Y escupiros, tal
vez, al escupirle.
Los años, ¡ay!, de la ilusión
pasaron;
Las dulces esperanzas que trajeron,
Con sus blancos
ensueños se llevaron,
Y el porvenir de oscuridad vistieron;
Las
rosas del amor se marchitaron,
Las flores en abrojos
convirtieron,
Y de afán tanto y tan soñada gloria
Sólo quedó
una tumba, una memoria.
¡Pobre Teresa! Al recordarte
siento
Un pesar tan intenso... Embarga impío
Mi quebrantada
voz mi sentimiento,
Y suspira tu nombre el labio mío;
Para
allí su carrera el pensammiento,
Hiela mi corazón punzante
frío,
Ante mis ojos la funesta losa,
Donde, vil polvo, tu
beldad reposa.
Y tú, feliz, que hallastes en la muerte
Sombra
a que descansar en tu camino,
Cuando llegabas mísera a perderte
Y
era llorar tu único destino;
Cuando en tu frente la implacable
suerte
Grababa de los réprobos el sino...
¡Feliz!, la muerte
te arrancó del suelo,
Y otra vez ángel te volviste al
cielo.
Roída de recuerdos de amargura,
Arido el corazón
sin ilusiones,
La delicada flor de tu hermosura
Ajaron del
dolor los aquilones;
Sola y envilecida, y sin ventura,
Tu
corazón secaron las pasiones;
Tus hijos, ¡ay!, de ti se
avergonzaran,
Y hasta el nombre de madre te negaran.
Tus
ojos escaldados por el llanto
Tu rostro cadavérico y
hundido,
Unico desahogo en tu quebranto,
El histérico, ¡ay!,
de tu gemido:
¿Quién, quién pudiera en infortunio
tanto
envolver tu desdicha en el olvido,
Disipar tu dolor y
recogerte
En su seno de paz? ¡Sólo la muerte!
¡Y tan
joven, y ya tan desgraciada!
Espirítu indomable, alma
violenta,
En ti, mezquina sociedad lanzada
A romper tus
barreras turbulenta;
Nave contra las rocas quebrantada,
Allá
vaga, a merced de la tormenta,
En las olas tal vez náufraga
tabla,
Que sólo ya de sus grandezas habla.
Un recuerdo de
amor que nunca muere
Y está en mi corazón; un lastimero
Tierno
quejido que en el alma hiere,
Eco suave de su amor primero:
¡Ay!
De tu luz, en tanto yo viviere,
Quedará un rayo en mí, blanco
lucero,
Que iluminaste con tu luz querida
La dorada mañana de
mi vida.
Que yo como una flor que en la mañana
Abre su
cáliz al naciente día,
¡Ay!, al amor abrí tu alma temprana,
Y
exalté tu inocente fantasía.
Yo, inocente también, ¡oh, cuán
ufana
Al porvenir mi mente sonreía,
Y en alas de mi amor con
cuánto anhelo
Pensé contigo remontarme al cielo!
Y
alegre, audaz, ansioso, enamorado,
En tus brazos, en lánguido
abandono,
De glorias y deleites rodeado,
Levantar para ti soñé
yo un trono:
Y allí, tú venturosa y yo a tu lado,
Vencer del
mundo el implacable encono,
Y en un tiempo sin horas y medida
Ver
como un sueño resbalar la vida.
¡Pobre Teresa! Cuando ya tus
ojos
Aridos ni una lágrima brotaban;
Cuando ya su color tus
labios rojos
En cárdenos matices cambïaban;
Cuando, de tu
dolor tristes despojos,
La vida y su ilusión te abandonaban
Y
consumía lenta calentura
Tu corazón al par de tu amargura;
Si
en tu penosa y última agonía
Volviste a lo pasado el
pensamiento;
Si comparaste a tu existencia un día
Tu triste
soledad y tu aislamiento;
Si arrojó a tu dolor tu fantasía
Tus
hijos, ¡ay!, en tu postrer momento,
A otra mujer tal vez
acariciando,
Madre tal vez a otra mujer llamando.
Si el
cuadro de tus breves glorias viste
Pasar como fantástica
quimera,
Y si la voz de tu conciencia oíste
Dentro de ti
gritándote severa;
Sí, en fin, entonces tú llorar quisiste
Y
no brotó una lágrima siquiera
Tu seco corazón, y a Dios
llamaste,
Y no te escuchó Dios, y blasfemaste;
¡Oh,
cruel! ¡Muy cruel! ¡Matirio horrendo!
¡Espantosa expiación de
tu pecado!
¡Sobre un lecho de espinas maldiciendo,
Morir el
corazón desesperado!
Tus mismas manos de dolor
mordiendo,
Presente a tu conciencia lo pasado,
Buscando en vano
con los ojos fijos
Y extendiendo tus brazos a tus hijos.
¡Oh,
cruel! ¡Muy cruel!... ¡Ah!, yo, entrentanto,
Dentro del pecho mi
dolor oculto,
Enjugo de mis párpados el llanto
Y doy al mundo
el exigido culto;
Yo escondo con vergüenza mi quebranto,
Mi
propia pena con mi risa insulto,
Y me divierto en arrancar del
pecho
Mi mismo corazón pedazos hecho.
Gocemos, sí; la
cristalina esfera
Gira bañada en luz: ¡bella es la vida!
¿Quién
a parar alcanza la carrera
Del mundo hermoso que al placer
convida?
Brilla radiante el sol, la primavera
Los campos pinta
en la estación florida:
Truéquese en risa mi dolor
profundo...
Que haya un cadáver mas, ¡qué importa al mundo!
José de Espronceda
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