jueves, 17 de octubre de 2024

LA FAMILIA EN LA ROMA ANTIGUA

Muchas anécdotas relatadas con complacencia por los historiadores insisten en el carácter sagrado de la familia: el padre tiene en sus manos toda la autoridad y durante su vida entera conserva sobre sus hijos el derecho de vida y muerte. Puede, según su voluntad, repudiar a su mujer, e incluso, después del veredicto de un tribunal familiar, hacerla matar. Absuelto por los jueces públicos, todo joven debe contar también con la sentencia de su propio padre, que a veces es más severa. El ejemplo más famoso de este tipo de crueldad paterna es la del cónsul Bruto, liberador de Roma, cuyos hijos habían conspirado contra la República establecida hacía poco tiempo. El cónsul presenció el castigo, el mismo infligido a todos los conspiradores, es decir, muerte a golpes de palos para terminar a hachazos.

Sin embargo, una severidad tan extrema es excepcional. En la práctica, la disciplina familiar no tiene otro efecto más que el de vigilar la deferencia de los jóvenes hacia sus mayores. Y las muestras de respeto no faltan. En el Senado se observa una estricta prelación de edades. El magistrado más antiguo en el rango más elevado da su opinión antes que nadie, con la cual, en general, los demás están de acuerdo. En este aspecto, Roma aparece a veces como una gerontocracia.

Dentro de la casa familiar, la mujer -a quien la ley considera durante toda su existencia como un ser menor que pasa del poder paterno al poder marital, y luego, si queda viuda, al de su hijo mayor- debe vivir una vida de abnegación, de obediencia y de trabajo. Pero la mujer libre no esta obligada a cualquier tipo de quehacer. Las tareas serviles son cumplidas por las sirvientas. El ama de casa hila y teje. Esto era una especie de convención en uso que la leyenda remontaba al rapto de las sabinas. Las mujeres sabinas raptadas por los romanos habían aceptado su suerte con la condición de ser honradas en el hogar de sus maridos y no tener otro trabajo más que el de hilar la lana' Como se ve, las costumbres paren ser muy diferentes de la condición teórica formulada por las leyes. En realidad, la mujer, la madre de familia, está rodeada de respeto y a veces se la teme. Reina como ama sobre las sirvientas, hijas y nueras. Tiene prerrogativas religiosas, dirige con toda independencia la educación de sus hijos pequeños. Su marido la escucha con gusto: ella le cuenta sus sueños, intuiciones y presagios que pesan en la conducta de estos hombres supersticiosos. En algunas épocas del año, las mujeres romanas se reúnen en la casa del Gran Pontífice, y allí, lejos de toda mirada' masculina, celebran los misterios de la Buena Diosa, ritos secretos cuya continuación es esencial para la salvaguarda de la ciudad Por todas estas razones, no conviene sacar conclusiones demasiado apresuradas sobre la sujeción jurídica. Una civilización que atribuye a la familia un papel tan eminente, no puede, en la práctica, dejar de devolver a la mujer lo que le retira en derecho. Incluso a veces pareció posible descubrir en su condición las huellas de un antiguo matriarcado que habría existido en la sociedad etrusca. El matriarcado, extraño a las costumbres de los invasores indoeuropeos (que forman el fondo de la raza latina, era practicado por los pueblos «mediterráneos» que aquéllos encontraron en el suelo italiano. Sin duda los latinos no lo adoptaron formalmente, pero las uniones que contrajeron, los contactos de todo tipo mantenidos con ciudades y con un pueblo al que estuvieron sometidos durante un tiempo, influyeron mucho en la modificación de su concepción de la vida familiar.

Los romanos consideraban que el crimen más grande que podía cometer una mujer era el adulterio, y lo castigaban con la muerte. La falta de la mujer no era de carácter moral -los hombres podían, sin vergüenza, buscar la compañía de otras mujeres de baja condición, sirvientas o prostitutas- sino de carácter religioso. El adulterio es en efecto un engaño a los dioses domésticos. Los hijos de esta unión serían extranjeros introducidos fraudulentamente en una comunidad religiosa en la que no tienen derecho a participar. Es un crimen en contra del orden social, que hace peligrar la existencia misma de la ciudad, porque la separa de sus dioses y falsifica la práctica normal de la religión. Por eso las mujeres que no están legalmente integradas en un círculo religioso, esclavas, o libertas que no están casadas, pueden disponer libremente de sí mismas. Nadie se lo reprochará. Pero las matronas, las hijas de las gentes no pueden hacerlo.

Originalmente, solamente los miembros de las familias patricias poseían el derecho de contraer una unión reconocida por la ley. Esta unión se celebraba según formas solemnes. La ceremonia consistía esencialmente en la presentación de la joven esposa a los dioses de su nueva familia. El momento decisivo se producía después de la toma de los auspicios, al darse una suerte de comunión ante el altar doméstico, en donde se ofrendaba un pastel de trigo. Una mujer (la pronuba), que había estado casada pero sólo una vez, unía las manos de los esposos. El Gran Pontífice y el Gran Sacerdote de Júpiter (el flamen Dialis) asisten a la ceremonia, acompañados de diez testigos. Este casamiento se acompaña de todo un ritual pintoresco. Los amigos del novio, las compañeras de la novia forman un cortejo y cantan, alternativamente, el canto del himeneo en donde no faltan las bromas y las interpelaciones licenciosas. La novia revestía una vestimenta particular: una tunica recta, es decir, una túnica tejida en altura por un tejedor de pie. Esta vestimenta, fabricada así según una técnica arcaica, tenía la reputación de ser de buen augurio, y, por esta razón, también la llevaban los jóvenes en el momento de la toma de la toga viril. La novia la llevaba la víspera del casamiento y la guardaba toda la noche. Por la mañana se peinaba a la joven según un rito particular. Con la punta de una espada se dividían sus cabellos de manera que se pudiesen tomar seis trenzas que se disponían alrededor de la cabeza y se mantenían con bandas de lana. Probablemente se consolidaba el conjunto mediante horquillas o peines. Pero el arreglo de la novia sólo se terminaba cuando un velo amarillo, el flammeum, cubría su cabeza. Este velo, muy amplio y largo, se parecía a la palta, el manto femenino, pero estaba hecho con una tela liviana y transparente. El flammeum era considerado como una vestimenta de buen augurio, pues lo usaban las esposas de los flámenes, mujeres que no podían ser repudiadas por sus maridos.

Por la tarde, se sacaba a la joven de los brazos de su madre y se la conducía en cortejo, precedida por antorchas, a la casa del novio. En el momento de atravesar el umbral, adornado para la ocasión con una alfombra de ramas, se la levantaba en recuerdo -según se decía- del rapto de las sabinas, pero seguramente dicho gesto tendía a evitar que un mal presagio marcara la entrada de la joven en la nueva morada: por ejemplo, que tropezase en el umbral.

"La vida en la Roma antigua". Pierre Grimal. Paidós.

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