No
siempre los grandes amores son una fábula. Muchas veces la vida
imita al arte, y de la realidad surgen historias más fantásticas
que las concebidas por los hombres en las noches afiebradas del
estío. Tal el caso de Pedro I de Portugal, apodado "El
Severo".
Entre 1325 y 1357 el reino pertenecía a su padre,
el rey Alfonso IV, y se hallaba envuelto en las luchas por el poder
con los reyes de Castilla y Aragón. Cuando Pedro alcanzó edad
suficiente para contraer matrimonio, se convino en desposarlo con la
infanta de Castilla, doña Constanza, y obtener así alguna ventaja
de esta alianza de sangre. Quiso el infante don Pedro a doña
Constanza con obligaciones de marido, mas no con caricias de amante.
Y la razón fue que se había enamorado de una dama de compañía de
la propia infanta, llamada Inés de Castro, "milagro de
hermosura en aquel siglo".
En 1345 murió doña Constanza, y
el infante don Pedro quiso regularizar su situación con doña Inés,
que ya le había dado cuatro hijos. Cuenta el cronista que ya algunos
lo llamaban "El Casto", pues nunca se le conoció otra
mujer, ni tuvo hijos fuera de este matrimonio, cosa harto frecuente
entre las castas nobles, y más en los reyes, que prodigaban a la
sazón bastardos por todo el reino y se cocían en la promiscuidad de
sus amoríos, especialmente siendo aún jóvenes. Sin embargo, su
padre Alfonso tenía planes, y pensó en casar a su hijo con otra
princesa. Pero don Pedro no sólo lo desobedeció, sino que
secretamente se casó con doña Inés. Aunque el secreto no lo fue
tanto; pronto se supo en la corte, y las lenguas desatadas
esparcieron la noticia por todo el reino.
Irritado don Alfonso por
tal contratiempo, no vaciló en decretar la muerte de la esposa de su
hijo, y encargó a tres cortesanos -cuyos nombres la historia guarda
(Pedro Coello, Diego López y Álvaro González)- que se trasladasen
a Coimbra, donde moraba doña Inés, y la asesinasen. Los miserables
no se detuvieron ni siquiera en presencia de las criaturas, y
degollaron a la madre delante de sus propios ojos.
Mal calculó la
reacción de su hijo el cruel rey Alfonso. Don Pedro, con ira
imposible de medir, se alzó en armas contra su padre, sin tregua ni
cuartel. El reino se dividió entre los partidarios de uno y del
otro. Y el joven contrincante luchaba al frente de sus tropas como un
endemoniado. Relataban sus soldados que ofrecía el pecho a todas las
espadas y recorría las planicies erizadas de lanzas como si
atravesase un campo de lirios. Algunos contaban que bajo el casco se
cubría el rostro con un velo oscuro de gasa para que nadie pudiese
adivinar que lloraba de dolor y rabia en el fragor de las batallas.
Mas a pesar de lo cruento de los embates, la lucha no se definió
hasta que el rey Alfonso murió de viejo.
Don Pedro lo sucedió
por derecho, entonces, finalmente; y lo primero que hizo fue buscar a
los asesinos de su esposa. Sus pesquisas le indicaron que los
criminales habían huido a Castilla, donde entonces reinaba el rey
Pedro, conocido por unos como "El Cruel" y por otros como
"El Justiciero", que no dudó en entregarle a su tocayo a
dos de los monstruos, puesto que el tercero logró huir hacia las
tierras del hermano bastardo y enemigo del rey Pedro de Castilla,
Enrique de Trastámara.
Pero al menos en los dos que atrapó vengó
el rey portugués su saña, pues aún estando vivos les hizo sacar
los corazones, a uno por el pecho, y al otro por las espaldas, y
después mandó quemarlos.
No contento con esto, quiso también
castigar de algún modo a aquella misma corte que despreció a su
esposa. Hizo desenterrar a doña Inés, trasladó el cadáver a
Lisboa y lo sentó en un trono junto al suyo; luego ordenó que todos
los cortesanos desfilasen ante ella y de rodillas besasen su mano,
como reina. Y más aún. El mismo tributo reclamó del pueblo en el
tránsito del cuerpo desde Lisboa a Alcobaça, en cuyo monasterio
hizo labrar don Pedro dos tumbas: una para él y otra para doña
Inés. Las tumbas están encaradas una frente a la otra de tal forma
que, como dijo el propio don Pedro, "el día del juicio final,
cuando resuciten los cuerpos y se incorporen, lo primero que verán
los ojos de ambos será el rostro del ser amado".
Don Pedro
murió en Estremoz en 1367, a los cuarenta y siete años de edad.
Reinó sólo una década, durante la cual no se le conoció ningún
amorío.
sábado, 12 de octubre de 2024
UNA TRAGEDIA AMOROSA EN EL PORTUGAL MEDIEVAL
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