La necesidad de las expediciones navales de largo re corrido de procurarse carne fresca, dio lugar a lo que tal vez sea el episodio más extraño del relato que cuenta cómo los alimentos cambiaron el curso de la historia; me refiero a la era de los bucaneros.
Hacia principios del siglo XVII, en las islas del Caribe, algunas pequeñas comunidades de colonos europeos, no españoles, emprendieron el floreciente negocio de aprovisionar a los barcos de pasaje con carne fresca recién curada.
Las carnes de vacuno y de porcino se curaban en casa siguiendo una antigua receta de los indios de la zona. Los caribes han contribuido a enriquecer el vocabulario de la lengua inglesa con muchas más palabras que cualquier otro grupo de indios, y «bucanero» es una de ellas. El bucanero construía un enrejado de palos, que los caribes llamaban barbacoa, debajo del cual encendían una hoguera de leña. Encima se colocaban lonchas de carne recién cortadas, alimentándose el fuego con ramas verdes, para que produjesen mucho humo, con una llama pequeña. La carne se secaba, se ahumaba, y se asaba al mismo tiempo, convirtiéndose en carne conservable, de color rojo-rosa, y que desprendía un aroma tentador. Los caribes la llamaban boucan. El boucan tenía un sabor delicado, y era al mismo tiempo un magnífico antídoto contra el escorbuto. Se trataba de un alimento que ni siquiera un cocinero inglés podía estropear, pues se podía comer crudo, masticándolo como si fuese un embutido, o ablandarlo en agua para después guisarlo al estilo tradicional.
El boucan se podía preparar salando la carne antes de cortarla, o untando las lonchas con salmuera y colgándolas al sol para que se secasen sin tener que recurrir a ahumarlas. La carne ahumada se podía conservar durante varios meses, pero la que se secaba al sol tenía que ser consumida con bastante rapidez, y en las húmedas bodegas de un barco se estropeaba muy pronto.
El boucan que se conservaba mejor era el que se hacía con carne de jabalí, y se empaquetaba en bultos de cien piezas, cada una de las cuales se vendía por seis monedas de a ocho, equivalentes a una libra y diez chelines del actual dinero inglés. Por lo tanto, haciéndose bucanero se podía ganar mucho, pues los gastos eran mínimos, y todo lo que hacía falta era ser un buen cazador.
Pequeñas partidas de unos siete bucaneros organizaban una expedición de caza. Cada uno de ellos llevaba un fusil especial, con un cañón larguisimo de 4 pies y medio, y con una culata en forma de pala. También llevaban enrolladas una manta y una tienda de lona ligera, un machete y un cuchillo marinero para cortar la espesa maleza de la jungla caribeña. Los bucaneros vestían gruesas polainas, pantalones y chaquetas de lino, y calaban mocasines; todo ello teñido de rojo por la Sangre de los animales que cazaban. Tanto la chaqueta como la camisa que llevaban debajo no se lavaban nunca y acostumbraban untarse la cara con grasa. Tomaban todas estas precauciones con la esperanza de que los mosquitos no les atacasen. Las junglas del Caribe estaban llenas de enemigos mortales, como la víbora de cabeza de lanza, o el arbusto venenoso manichel, pero la única criatura a la que los bucaneros tenían auténtico pánico era el mosquito.
La parte más interesante del equipo del bucanero era su gorra. Se trataba de un sombrero moderno con todo el borde recortado, excepto en su parte delantera, para darle sombra a los ojos. Fue el precursor de las gorras de los jinetes y de los jugadores de béisbol.
Detrás de los bucaneros iban sus sirvientes o mayordomos, y casi siempre se trataba de infortunados esclavos blancos importados de Europa. Si dejaban caer los fardos de pieles y de boucan que transportaban, o hacían cualquier cosa que disgustase a sus amos, se exponian a ser azotados brutalmente, y a que untasen sus heridas con una mezcla de zumo de limón, sal y pimienta roja.
Prácticamente el único gasto del bucanero era la pólvora, y como no podía permitirse el lujo de errar el tiro con demasiada frecuencia, se hizo tan experto que casi podía aceitar a una moneda en el aire. Así pues, en su día, los bucaneros fueron los mejores tiradores del mundo.
La mayoría de ellos se estableció en la costa norte de Haití y de la isla de la Tortuga. La Tortuga era su base; allí compraban municiones; cuchillos, hachas y todos los demás pertrechos. Cuando divisaban un contrabandista danés que se dirigía al paso entre la isla de Cuba y Haití, salían a su encuentro en sus pequeños bergantines, confiados en que le podrían vender su carne ahumada a buen precio, y los barcos ingleses y franceses fondeaban cerca de sus bases para comprar provisiones en su viaje de regreso a casa. La mayoría de los bucaneros eran franceses o ingleses, pero también había entre ellos indios campeches, esclavos negros evadidos, muchos holandeses, e incluso irlandeses de Montserrat. Algunos eran hombres honrados - exiliados por cuestiones religiosas, náufragos, y pequeños terratenientes expulsados de Barbados y de otras islas de la zona por los grandes cultivadores de azúcar. Otros eran piratas, criminales, desertores y demás gente de mal vivir. Sin embargo, aunque hubiesen sido tan honrados como el que más, los españoles nunca los habrían aceptado como vecinos de unas islas que ellos consideraban suyas.
En 1638, decididos a terminar con el problema de los bucaneros de una vez por todas, los españoles atacaron la isla de la Tortuga, capturaron a todos los que encontraron y colgaron a los que no se rindieron. Con esta masacre de unas trescientas personas, las esperanzas de los bucaneros de ganarse la vida honradamente, suministrando su carne ahumada a los buques de paso, se esfumaron para siempre.
Sin embargo, el día del ataque a la Tortuga, la mayoría de los bucaneros estaban cazando, y escaparon así de la ira de los españoles. Cuando regresaron y comprobaron los estragos de la incursión, enterraron a sus compañeros, y sobre sus tumbas juraron que no descansarían hasta haberlos vengado. De esa forma, se juramentaron y constituyeron la confederación de «La Hermandad de la Costa».
La idea de que un pequeño grupo de bandidos pudiese desafiar al vasto imperio español, en cuyos dominios no se ponía el sol, le habría parecido ridícula a cualquiera que desconociese la Hermandad. Los bucaneros no dejaban nada al azar. Como escribió Alexander Exquemelin, uno de sus cirujanos, los bucaneros «nunca están desprevenidos», ninguno de ellos se aparta ni un segundo de su mosquete de treinta cartuchos, de un machete y de las armas que constituyen la base de su supervivencia, sus pistolas.
Como sabía que a campo abierto no podía competir con la magnífica caballería española, la Hermandad de la Costa decidió atacar a los españoles en el mar. Al principio salían en canoas, compradas a los indios campeches, o en sus pequeños bergantines. Estos barcos tan pequeños eran prácticamente invisibles a la luz del ocaso, y podían llegar fácilmente hasta cerca de un galeón sin que éste se diese cuenta. Una vez puestos a tiro, los que tenían mejor puntería, que al igual que sus compañeros iban echados en el fondo de la canoa para que sus movimientos no fuesen demasiado bruscos, se incorporaban y disparaban contra el timonel y contra el vigía de cubierta. Antes de que el resto de la tripulación pudiese reaccionar, las canoas ya habían llegado hasta el barco, y una oleada de hombres realizaba el abordaje, disparando los varios fusiles que llevaba cada uno. El galeón capturado, ahora bajo la enseña de los bucaneros, partía de nuevo en busca de presas de mayor envergadura.
Exquemelin nos ha descrito un ataque típico de los bucaneros, y es muy posible que él mismo formase parte activa de esta historia, aunque modestamente oculte su participación.
El vicealmirante de la flotilla española se había destacado algo del resto del convoy, cuando el vigía de cubierta le informó haber avistado un pequeño barco en la lejanía, advirtiéndole de que podía tratarse de un bucanero. El oficial contestó despectivamente que no tenía nada que temer de un barco de ese tamaño.
Sospechando con razón que el vicealmirante estaría demasiado confiado como para vigilar adecuadamente los movimientos de su nave, el capitán bucanero se mantuvo al acecho hasta el anochecer. Entonces llamó a sus hombres (eran veintiocho) y les recordó que les quedaba poca comida, que el barco se encontraba en malas condiciones y podía hundirse en cualquier momento, pero que había una forma de salir del apuro: capturando el galeón español y repartiéndose las riquezas que sin duda llevaría. Los bucaneros juraron enfervorizados que le seguirían y que estaban dispuestos a luchar con todo su entusiasmo, pero por si alguno de ellos estaba más remiso, el capitán ordenó al cirujano que hundiese el barco tan pronto como el grupo atacante hubiese abordado al galeón español.
Los bucaneros realizaron el abordaje en apenas un minuto y en completo silencio, sorprendiendo a' capitán y a sus oficiales jugando a las cartas en su camarote. Ante la amenaza de las pistolas el vicealmirante entregó el barco.
El botín capturado en un barco de este tipo sería suficiente para convertir en multimillonario a cada uno de los veintiocho asaltantes. Un galeón español, el Santa Margarita, que se hundió en Cayo Oeste en 1622, en pleno apogeo de los bucaneros, reportó a sus rescatadores, hace poco tiempo, nada menos que 13.920.000 dólares. Un galeón que se capturase en aquellos años debería ser aún más valioso, pues además de las joyas y de los lingotes de oro y plata, transportaría todo tipo de bienes perecederos. Se cuenta el caso curioso de que unos bucaneros que interceptaron un cargamento de cacao, lo tiraron al mar porque creyeron que se trataba de estiércol de caballo.
El aliciente del botín era un incentivo contra el que no era suficiente el valor que podían oponer los españoles. En 1668, como punto álgido de la época de los bucaneros, Henry Morgan saqueó Panamá. «Aunque nuestro número es pequeño», dijo a sus hombres, «nuestros corazones son grandes, y cuantos menos sobrevivamos más fácil será repartir el botín, y a más tocaremos cada uno».
Henry Morgan fue el último de los bucaneros. Con el tiempo llegó a conseguir el perdón real, un título nobiliario, y que le nombraran gobernador de Jamaica. Nunca regresó a su Gales natal, y se instaló en Port Royal, bebiendo ron hasta morirse. El poder en el Caribe pasó de las manos de la Hermandad de la Costa, a las de la marina de Francia e Inglaterra, y aquellos hermanos que no pudieron adaptarse de una continua lucha contra los españoles a una relativa paz, zarparon hacia el oriente, en busca de una nueva carrera como piratas en las costas de la India y de Madagascar.
Es difícil deducir cuáles fueron las consecuencias de la era de los bucaneros. Para los españoles, la aparición de los que ellos llamaban «los diablos del infierno», fue evidentemente desastrosa. Se puede compartir la opinión de los españoles, sobre todo cuando se leen algunos de los relatos de Exquemelin sobre Pedro el brasileño, el cual solía pasear por las calles de Jamaica segando a hachazo limpio piernas y brazos de inocentes transeúntes; o sobre el primer jefe del cirujano, que colocaba un barril de vino en mitad de la calle, y obligaba a todo el que pasaba por delante a beber de él o morir allí mismo de un pistoletazo; o respecto a otros amigos suyos que asaban mujeres desnudas sobre piedras calientes, luchaban bajo el agua contra los caimanes, o torturaban a los prisioneros para que les revelasen dónde escondían sus tesoros.
Quizás la consecuencia de la aparición de los bucaneros no fue lo que realizaron de hecho, sino lo que impidieron que ocurriese. Mientras la Hermandad de la Costa asestaba duros golpes al pulpo español en su mismo centro del Caribe, sus tentáculos tenían que retraerse para proteger sus puntos más vitales. Por lo tanto, el imperio español no pudo expansionarse hacia las incipientes colonias que se estaban formando a lo largo de la costa norteamericana, como hubiera sido razonable, y como muchas personas esperaban y otros temían.
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