Las calles están ebrias de coches y sedientas de gente, en ellas no quedan huellas sólo salpicaduras, grietas, nombres que ha veces se renuevan. Los hogares tienen una mirada tímida, creyéndose casi invisibles, habituados a geometrías. El colegio, en su cemento y vallas de colores, parece necesitado de risas y corros de patio. Un joven escucha una melodía tratando de fusionarla con sus pasos. En el parque, algo calvo de hierba, dos sauces cuchichean cotilleos. Una madre cargada de bolsas sostiene con su fuerza los días. Por el cauce del río pasa el viento alborotando arrugas. Una chica con bufanda de colores es el ombligo del mundo. El bar posee una melosa luz de exótica atracción. Por la catedral de hueso, una anciana pasea a su nieta arropada en rosa y que todo a la vez lo contempla. Un padre corre con su hija, llega tarde al colegio, a la vuelta la elevará sobre sus hombros y será la más alta. Delante, el destino, al que tantos caminos conducen, a veces embellecidos por la lluvia o la noche, siempre por nuestra mitrada y cuánto nos rodea.
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